IÑAKI ESTEBAN
Miércoles, 11 de enero 2017, 00:45
Sacar la cámara era en otra época un indicio de que estaba ocurriendo algún acontecimiento digno de enmarcar. Bodas, bautizos y aniversarios familiares contaban con un fotógrafo profesional y los momentos álgidos de los viajes turísticos exigían la pose medida y el cálculo de la ... foto. El resultado pasaba a los álbumes de la casa, ahora objetos olvidados en el tiempo digital.
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«La fotografía funcionaba como un depósito de la memoria y como reflejo de la verdad de un suceso. Exigía un aire de solemnidad que ha perdido porque todos somos productores y consumidores de imágenes, lo que ha provocado una avalancha icónica casi infinita. Vemos más imágenes en una mañana que nuestros abuelos en toda su vida», declara Joan Fontcuberta, fotógrafo y artista con más de cuarenta años de trayectoria, además premio Nacional de Fotografía y Ensayo, que acaba de publicar el libro La furia de las imágenes.
En él aborda los efectos que ha generado este cambio, que ha transformado el viejo respeto ante la foto por las múltiples manipulaciones que hoy puede hacer cualquiera y que derivan en memes y montajes de la más variada condición. «La imagen había sido hasta ahora una mediadora entre nosotros y la realidad, una forma de entenderla y explicarla. Se la reverenciaba en iglesias y museos. Actualmente es la realidad misma, lo que nos enseña en las redes sociales las vidas de los demás hasta el último detalle, y lo que nos hace participar en ellas bajo el signo de la abundancia y la masificación. No se puede reverenciar tanta cantidad».
Para Fontcuberta, profesor de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y de la de Harvard en Estados Unidos, ya no es la fotografía sino la postfotografía la que define esta nueva situación. Sacar fotos se ha convertido en un acto lúdico, de comunicación y conexión. Incluso sirve como carnet de apuntes: ya no hay por qué copiar un párrafo interesante, basta con fotografiarlo.
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La foto falsa de Capa
Sin el móvil nada de esto sería posible. El autor relata en su libro cómo el empresario tecnológico Philippe Kahn acompañó a su mujer al hospital, donde iba a dar luz a su primera hija, y se llevó todo el instrumental, la cámara digital, el portátil y el móvil. Mientras esperaba, recibió una llamada y al colgar se preguntó por qué podía recibir y enviar el sonido de una voz en un teléfono y no una imagen. En las dieciocho horas de espera, hasta que nació Sophia Kahn, ideó una respuesta. Era 1997. Meses más tarde, presentó a Sharp un modelo y así nació el primer móvil con cámara integrada.
En los años noventa siguió prevaleciendo el uso de la comunicación verbal sobre el envío de fotos. No por mucho tiempo. Fontcuberta sostiene que ya no hay teléfonos que permiten tomar fotografías, sino cámaras que permiten hacer llamadas. El coste y la dificultad de captar una instantánea han desaparecido. «Hacemos fotos a diestro y siniestro, sin motivo. Pasamos mucho más tiempo haciéndolas que mirándolas».
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Todavía hay fotos que impactan, como la del miembro de ISIS degollando al periodista James Foley o la del niño sirio muerto en playa. Son imágenes que actúan como «detonantes de la conciencia colectiva». Pero en comparación con las intranscendentes son muy pocas. En el aluvión de imágenes se encuentran también los fakes, un género que trata de hacer pasar por verdad lo que es una ficción del artista.
Falsos documentales, emisiones radiofónicas como la de Orson Welles basada en La guerra de los mundos de H.G. Wells, retransmisiones de partidos inexistentes entre selecciones nacionales, suplantaciones de personalidad como la que orquestó el grupo de agitación The Yes Men cuando encarnaron a un dirigente de una empresa química, que pronunció ante una cámara de la BBC un mensaje demoledor hundiendo la cotización bursátil de la compañía hasta que se resolvió el entuerto: todo esto entra dentro del mundo de los fakes.
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Sus practicantes se mueven entre la ficción, la ironía y la impostación y a ellos dedica el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM ) la exposición Fake. No es verdad, no es mentira, en la que participa Fontcuberta.
Recuerda que una de las imágenes más simbólicas de la Guerra Civil, La muerte de un miliciano de Robert Capa, es un fake, un posado sobre un fondo falso, una manipulación como demostró el profesor de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU) José Manuel Susperregui. En realidad, el soldado no es abatido por un tiro de los franquistas, sino que lo simula, y el paisaje no es el de Cerro Muriano, sino el de Espejo, en Córdoba, localidad que está a unos kilómetros de distancia. «Como fotoperiodismo es criticable. Esperábamos otra cosa. Pero su repercusión simbólica es comparable al Guernica de Picasso», incide Fontcuberta.
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El artista aporta la pieza Fauna a la exposición del IVAM, que finaliza el 29 de enero. «Planteo las aventuras de un naturalista alemán que recorre el mundo a la busca de híbridos y malformaciones genéticas, excepciones a la teoría de la evolución. Está documentado con fotografías, dibujos y registros sonoros ficticios, en los que se explica la vida de esos animales como lo encontraríamos con el museo de ciencias naturales».
Maestro del fake, concibe esta estrategia como un modo de despertar la capacidad crítica del espectador. «Quiero engañarle y que luego se sienta engañado, para que así revise sus prejuicios y las rutinas, y se haga más exigente respecto a las imágenes que recibe». En Sputnik se hacía pasar por el astronauta Ivan Istochnikov, traducción aproximada al ruso de su nombre, supuestamente desaparecido en el espacio. El programa Cuarto milenio de Iker Jiménez dio la noticia por buena y la emitió. En Sirenas se inventó el descubrimiento de una especie de homínidos acuáticos en el Tormes. De ocho periódicos locales, siete se lo creyeron, y uno llegó a afirmar que el hallazgo de las Sirenas del Tormes superaba al de Atapuerca.
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