Quienes nos asomamos de vez en cuando a estas páginas o quienes lo hacen en radios y televisiones, mostrando con cierta solemnidad sus puntos de vista sobre las cuestiones más variadas, tenemos el peligro real de confundir opiniones y argumentos. No es lo mismo. Con ... frecuencia, tras una opinión no hay más que una ocurrencia más o menos genial, nada más. A veces, en demasiadas ocasiones, ni siquiera eso: se reduce a una afirmación del montón, nada original, equivalente a la que se puede emitir con una jarra de cerveza en la mano. Afirmar o negar algo con argumentos es ya otra cuestión, porque un argumento exige rigor en su planteamiento, tiene que apoyarse en datos y requiere, por supuesto, tener muy presente lo que otros hayan podido investigar sobre el tema. Porque el mundo no comienza de la nada cada mañana.
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Si abrimos determinados periódicos observaremos que muchas de las secciones de Opinión se abren cada día con la firma de prestigiosos escritores. Casi nunca opinan sobre literatura. Más bien se ocupan de temas relacionados con la alta o baja política, con la alta o baja economía, o con la alta o baja crisis. No les voy a negar yo el derecho que tienen para escribir sobre los que les plazca. Además, leer lo que dicen puede proporcionar cierto placer formal por la habilidad que tienen para articular textos bonitos. Pero, ojo, porque demasiadas veces allí no hay más que opiniones personales sin más fundamento que el formal: ellos expresan con habilidad lo que al resto nos puede resultar mucho más costoso. El lector puede quedar atrapado por la magia de sus palabras. Porque, en efecto, se trata de magia pura cuando ves que la misma persona que hace unos años decía A de forma más o menos brillante hoy dice lo contrario, también de forma más o menos convincente, y aquí no pasa nada. No había ningún argumento serio entonces y tampoco lo hay ahora, por lo que el cambio de opinión (se trata de eso, de opiniones) no resulta nada complicado. Eso sí: tanto entonces como ahora, la opinión aparece disfrazada de falsos argumentos con los que se pretende incluso crear doctrina. Siempre les asiste la razón, porque ellos no se mueven de su sitio. Lo hace el mundo.
Llevo años pensando estas cosas y preguntándome por qué pueden ser más interesantes las opiniones de un escritor que las de cualquier otra persona, siempre que sepa argumentar con coherencia. Desde hace tiempo, por poner un ejemplo, los ataques de ciertos intelectuales vamos a ponerlo así contra el nacionalismo, así, en general, eran, son, de una endeblez argumental que contrasta de forma notable con sus aportaciones en otros ámbitos. Ataques basados no ya en argumentos, sino en opiniones que serían difíciles de sostener en un bar. Vargas Llosa es un caso paradigmático, aunque para nada el único. Estamos hablando del, en mi opinión, mejor escritor vivo en castellano. Y uno de los peores y más pobres articulistas cuando toca cuestiones relacionadas con la política. Muchas veces me he preguntado si escribirá en serio lo que firma, si se creerá los fantásticos mundos que crea en cada párafo. Con un ego acentuado les pasa a muchos de ellos, critica, de forma magnífica, por cierto, la civilización del espectáculo, esa frivolidad con «una tabla de valores invertida», y no se le ocurre otra cosa que organizar, con motivo de su cumpleaños, una cena privada de cuatrocientas personas entre las que abundaban expresidentes de varios continentes y expertos lectores, eso sí, del mundo del espectáculo. Supongo que habría también algún escritor. Y lo hace tras haberse enrollado es muy libre de hacerlo, por supuesto con quien se ha ganado la vida en ese mundo del espectáculo de valores invertidos que tanto parece detestar. Un santón que ha contribuido a elevar a los altares a otros santones y santonas cuyo interés, en el tema que llama su atención, es muy cercano al cero. Como el ilustre académico Félix de Azúa, otro que aspira a santón, y sus ataques machistas a la alcaldesa de Barcelona. No se trata de falta de educación, que también. Estamos ante un machista retrógrado, si es que el machismo admite ese adjetivo, incapaz de admitir que una pescadera con fregona también puede mandar un poco más que él. Incapaz de admitir que en democracia su voto vale lo mismo que el de cada una de las personas con quienes se cruza en la calle cada día. Incapaz, en fin, de ser demócrata.
Por eso, cuando he leído las brillantes páginas de Ignacio Sánchez-Cuenca en su reciente libro La desfachatez intelectual, he sentido una profunda alegría. He sentido aire fresco. Allí he encontrado, con profusión de datos, lo que siempre me ha rondado en la cabeza. No voy a decir que estoy de acuerdo con él al cien por cien, porque no lo estoy. Pero no puedo sino recomendar su lectura. Porque desmonta, con argumentos muy sólidos y medidos, esas pobres falacias que algunos cantamañanas, los machos discursivos, han confundido durante años con argumentos. En realidad, muchas veces han expuesto opiniones sin fundamento, ahora queda esto meridianamente claro, exabruptos dictados más desde la tripa que desde esa razón que en otras ocasiones las plumas de los machos discursivos muestran de modo tan brillante y convincente. Sánchez-Cuenca nos interpela, en el fondo, a todos. A todos los que nos asomamos en estas páginas, a los tertulianos de poca continencia y a quienes debaten poniendo sobre la mesa ocurrencias de poca genialidad, en la mayoría de las ocasiones. Pero interpela de forma más directa, con magníficos argumentos, a determinados santones. Ninguno, que yo sepa, le ha respondido. Siguen opinando.
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