Amparo Badiola, protagonista de ‘Amama’, que llega mañana a los cines.

«Morí a los 34 años, cuando mi marido falleció. Desde entonces sobrevivo»

Asier Altuna encontró a su 'Amama' de casualidad en un bar: una ‘niña de la guerra’ de 83 años con una vida de película

Oskar Belategui

Jueves, 15 de octubre 2015, 02:26

Parece una peripecia salida de un relato de Paul Auster pero es la pura realidad. Amparo Badiola ha tardado ochenta años en volver a ponerse delante de una cámara de cine. A los cinco vivía en Pasajes y a punto estuvo de convertirse en la ... Shirley Temple española. «En aquellos tiempos ella estaba de moda, era una niña muy guapa con ricitos que bailaba», alecciona. «Mi madre siempre me decía que yo iba a ser estrella de cine. Unos enloquecieron con la niña que era yo y la convencieron para que me llevara a Gijón a rodar una película». Por culpa de la Guerra Civil el rodaje se interrumpió y la cinta nunca vio la luz. Amparo conserva flashes de aquella aventura. «Recuerdo la claqueta. Me vistieron de marinero y hacía de pescadera. Bailaba sobre una mesa y gritaba ¡sardinas vendo!».

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Abril de 2015. Amparo visita a sus sobrinos en Pasajes. La maldita guerra marcó su vida de tal manera que a los seis años huyó a Francia y ya no regresó. El director Asier Altuna lleva tres meses y medio buscando a una actriz para su película. Amama es una elegía por el mundo rural con el caserío como tótem y depositario de tradiciones ancestrales. Necesita a una anciana de mirada magnética que sea testigo muda de la descomposición de una familia. No pronunciará una palabra en todo el metraje, pero su presencia marcará todo el relato. Altuna ve en un bar a Amparo fumando y tomando un café con la distinción de Bette Davis. Sabe que ha encontrado a su amama.

«Me abordó y me dijo que sería la abuela perfecta. Pensé que era un loco o una broma de mis sobrinos», cuenta divertida con su castellano de acento vascofrancés. «Me dio el guion y le dije que me lo iba a pensar. Primero me informé de quién era, porque en Pasajes todos se conocen. Después leí el guion y descubrí que trataba un tema que también ocurre en Francia, el fin de los caseríos. Pensé que yo no valía. No dije nada a nadie porque me iban a tomar por una loca, pero los hijos y nietos me animaron. Un día fui al médico y me dijo que tenía que hacer la película. Que me haría mejor que cualquier medicación. Que era el destino».

Una elegía por el caserío

  • Amama arranca con una imagen poderosísima, que entronca con Tasio de Montxo Armendáriz y Vacas de Julio Medem en su afán antropológico y en el retrato del bosque como espacio telúrico de ensoñación. Un hombre corre entre los árboles cargando con una anciana de pelo blanco que se diría una sorgina cabalgando a lomos de su escoba. Asier Altuna introduce un aroma fantástico en una película repleta de símbolos que se fundamenta en oposiciones campo-ciudad, arte-naturaleza, tradición-modernidad.

  • La amama contempla con un silencio elocuente el enfrentamiento entre el patriarca del clan, ciego ante el progreso, y una hija videoartista que se nutre de sus raíces, pero a la que el ambiente empieza a parecer irrespirable. «Hace 80 abuelas vivíamos en el Neolítico», promulga Jorge Oteiza en su Quousque Tandem, una frase que inquieta al director de Bergara y que está en el corazón del relato. La poesía de Joseba Sarrionandia y Kirmen Uribe también nutre una elegía que llora por la desaparición de una forma de vida, el caserío, y lo hace lógicamente en euskera. Huelga decir que Amama, que se estrena en doble versión, debe disfrutarse en su idioma original.

El estreno de Amama en el pasado Festival de San Sebastián, donde obtuvo el Premio del Cine Vasco, no fue nada comparado con la tralla que Amparo se da estos días de promoción. De Séte, la población cercana a Marsella donde reside, a Madrid y Barcelona de entrevista en entrevista. «Lo llevo como en un sueño. Ni sé dónde estoy, parece que me han lanzado en un cohete. Pero no estoy cansada, ¿eh? Es como un regalo que me han hecho. Ahora me salen primos carnales por todas las esquinas. En Barcelona se ha manifestado una sobrina. Espérate en Francia a ver...».

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'La franchuleta'

Los ojos azules y acuosos de Amparo transmiten desde la pantalla las vivencias de una niña de la guerra, a la que su madre quería bautizar República; su padre, más prudente, prefirió Amparo, «que era lo que necesitábamos». En 1937, la familia Badiola, natural de Ondarroa, se separó para no volver a juntarse nunca más. El aita, «nacionalista vasco», se quedó en Euskadi con el hijo mayor, de 17 años. La ama se fue con los otros seis a Francia. «Un niño con una infancia normal no se acuerda de nada, pero el que ve matanzas y bombardeos recuerda todo. No sufrí. Seguíamos a mi madre como patitos, hasta nos ató con una cuerda para no perdernos».

De adolescente, Amparo tuvo más nítidas las imágenes terribles que había visto, como la mujer que cargaba con su bebé muerto, tapado con un paño, a bordo del barco inglés que les llevó a Burdeos. No había manera de separarla de él. En 1938, todos los Badiola regresan al País Vasco menos Amparo, que se queda con su familia de adopción. Trabajará hasta los 72 años en el hotel y la cantina de la estación que regentan. Allí verá pasar los trenes con soldados en la II Guerra Mundial y vivirá la liberación. «Las mismas imágenes de refugiados que vi antes de huir a Francia». Estos días las revisita con «los emigrantes a los que dejamos morir en el Mediterráneo; a nosotros, al menos, nos recibieron».

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Perdió el castellano y el euskera. Se casó con un francés, con el que tuvo dos hijos que le han dado cinco nietos. «Quise tener una familia firme, bien asentada. Echar raíces. Y a los once años de casarme, cuando tenía la familia más hermosa del mundo, mi marido murió. Ya pasó. Yo tenía 34 años, pero me morí entonces. Desde ese día he sobrevivido para mis hijos y mis nietos. Ellos me han dado una fuerza tremenda. No suelo hablar de ello, eres el primero al que se lo cuento. Nadie sabe mi historia, pueden pensar que me he divorciado».

Amama le ha servido precisamente para reencontrarse con sus raíces. «Asier Altuna me las ha devuelto», agradece. «En Francia me llamaban la española de cabeza vasca y en España la franchuleta. Eso hace sufrir a una joven, que se pregunta: ¿de dónde soy yo?». La promoción de la película, tal como aventuró su médico, también ha ejercido un efecto medicinal. «He descargado más estos días que en Francia, allí jamás he hablado de lo que pasó. Sabía que necesitaba un psiquiatra, y los periodistas lo habéis sido. Me siento mucho más ligera, y eso que no he dicho todo».

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Aprender a callarse

Esta actriz con muchas opciones de recibir la nominación al Goya novel pasa sus días en Séte, donde reside su hijo mayor y tres nietos. «Cuando eran jóvenes no te querían escuchar, ahora que han crecido preguntan y quieren saber de todo». Entiende que la amama de ficción no suelte una palabra en toda la película. «Hay un proverbio chino que dice: dos años para aprender a hablar y toda una vida para aprender a callarse».

A Amparo Badiola le ha encantado el ambiente del rodaje y trabajar con jóvenes. Ve la película y no se reconoce. «N conozco a esa amama. ¿Esa soy yo? Jamás he vivido en un baserri, aunque conozco las casas de campo francesas». Asier Altuna alucinaba cuando la veía rebosante de calma, preguntándole por los sentimientos del personaje, «como una actriz profesional que tuviera cuarenta películas encima».

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- ¿Volverá a repetir como actriz?

- Solo con Asier Altuna. Es un poeta, un artista.

- ¿Y si le llama Almodóvar? Es muy famoso en Francia...

- Ni loca. Yo quiero más poesía y sentimiento. Porque los sentimientos no se dicen con palabras, sino con una mirada. En eso los vascos somos de pocas palabras, aunque estos días estoy hablando como una cotorra.

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