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Los que vieron a María Arrieta y Bernardino Ibarburu subiendo por las Calzadas de Mallona aquel 29 de mayo de 1891 no apreciaron en ellos ... ningún detalle chocante, ningún signo que les inspirase inquietud: parecían una de tantas parejas dispuestas a disfrutar de la tarde primaveral en los txakolis de Begoña, que entonces todavía era el municipio vecino a Bilbao. Seguramente no se prodigaban muchos cariños, pero los testigos que presenciaron la escena no destacaron nada que les llamase la atención, más allá del «estado interesante» en el que se encontraba María, embarazada de siete meses. Y, sin embargo, Bernardino ya llevaba encima el cuchillo de cocina con el que un rato después daría muerte a la joven. Y, lo que es más importante, ya estaba plenamente decidido a acabar con la vida de María: «La he matado por infame», declararía justo después del crimen.
Alfiler y cerillas Los periódicos de aquella época solían incluir en las noticias un inventario de los objetos que llevaban encima las víctimas e incluso los criminales. Así, entre las ropas de María se encontró un alfiler para el cuello, una llave y un pañuelo de hilo con una inicial bordada, mientras que en los bolsillos de Bernardino había una caja de cerillas de cinco céntimos y algo de calderilla.
Eran más o menos las seis cuando la pareja, «hablando amistosamente», emprendió la ascensión por las calzadas. Él iba «vestido decentemente», según el relato que publicó 'El Heraldo de Madrid', y ella guardaba luto por la muerte de algún familiar. Bernardino, de 30 años, había nacido en San Sebastián, residía en el número 11 de la calle Hernani y trabajaba como oficial ebanista en un taller de la calle Cortes, aunque anteriormente había ejercido de bombero en la capital guipuzcoana. De María, de 26 años, solo consta que procedía de Zarautz. La pareja se había casado nueve años antes, pero la relación no había funcionado bien y, tras «continuas disensiones», llevaban algún tiempo separados.
Según el relato que Bernardino hizo después a las autoridades, no había visto a su esposa desde el 8 de agosto del año anterior. Aquel 29 de mayo, por la mañana, se topó con ella en el Portal de Zamudio, donde la joven estaba charlando con otras dos mujeres. Bernardino esperó a que terminasen su conversación, se acercó e invitó a María a tomar una taza de caldo en una taberna de las Siete Calles. Allí mismo concertaron la cita para la hora de la merienda, con el plan de subir juntos a algún txakoli. Ningún periódico de la época aclaró si, antes de aquel encuentro casual, el hombre estaba enterado ya del embarazo de la joven, que no pudo pasarle desapercibido.
Los dos guipuzcoanos no conocían bien Begoña, de manera que, una vez arriba, tuvieron que preguntar el camino hacia algún establecimiento hostelero. Acabaron en el Txakoli de Diego, donde bebieron un cuartillo de vino en compañía del dueño del local. Al marcharse, Bernardino se despidió con una frase que podía parecer un comentario intrascendente, pero que muy pronto habría de adquirir un trasfondo dramático: «Este es el último cuartillo de txakoli que voy a pagar», dijo. La pareja dio un breve paseo por los alrededores y acabó sentándose bajo una higuera, en un pequeño terraplén cercano al cementerio de Begoña. Era una estampa muy típica de aquella época.
Esa paz cotidiana no duró más de un cuarto de hora. De pronto, Bernardino esgrimió su cuchillo y lo clavó cuatro veces en el cuerpo de María: en el cuello, en el pecho, en el vientre (según las conclusiones de la autopsia, esa puñalada mató también al feto) y en la espalda. «Una vez cometido el crimen, el Bernardino arrojó el cuchillo a un viñedo que estaba cercano y se dirigió con mucha calma a una taberna, donde pidió un vaso de vino», apuntaba la crónica de 'El Nervión'. Un aldeano que había visto los hechos desde cierta distancia acudió corriendo al cercano polvorín y alertó al cabo de guardia, que salió de inmediato con varios soldados y arrestó a Bernardino en el bar donde se tomaba su txikito.
«Sí, yo he sido el que ha matado a mi mujer, llévenme donde quieran», los recibió el asesino, que no escatimó explicaciones adicionales sobre su crimen: «Como yo no he de durar seis meses por la enfermedad que padezco, quiero que ella también muera», le comentó al alguacil de Begoña. Los periódicos hicieron constar que estuvo «muy agitado» durante aquella primera noche en la cárcel de la anteiglesia y que no cesaba de pedir agua. Por la mañana, prestó declaración e identificó como suyo el cuchillo que un muchacho había encontrado entre las vides.
En efecto, Bernardino sufría una tuberculosis muy avanzada. O, si atendemos al disparatado planteamiento del diario madrileño 'La Publicidad', estaba «tísico por los disgustos sufridos durante el matrimonio». Lo del medio año resultó ser una estimación demasiado optimista: falleció en la prisión de Larrinaga tan solo quince días después, a mediados de junio. Según especificó el diario católico 'La Tradición Euskara', fue asistido en sus últimas horas por un jesuita y murió «arrepentido de su crimen y conforme con la voluntad de Dios».
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