Sor Amada, sor Myriam de Nazaret, sor Adriana y sor María Paz, en la visita que realizó este periódico en 2016

Consultoras de multinacionales, peluqueras, farmacéuticas y ahora pasteleras, así son las clarisas rebeldes de Belorado

EL CORREO visitó hace unos años el convento de clausura burgalés y conversó con algunas de las hermanas que estos días son protagonistas por abandonar la Iglesia católica

Julián Méndez

Sábado, 18 de mayo 2024, 00:44

Han pasado ocho años desde la publicación de este reportaje, que se gestó tras meses de contactos con la congregación de religiosas de Belorado que han ocupado el interés informativo esta semana. Varias de las monjas que aparecen aquí continúan en el convento burgalés y ... han aparecido estos días en los medios de comunicación. EL CORREO recupera hoy este contenido por el interés que suscita y por ofrecer una visión más completa de la vida personal y vivencias anteriores a su ordenación de estas clarisas, señaladas hoy como «herejes» y en el foco de todas las miradas. En el reportaje se ha actualizado algún dato, que en ningún caso altera el espíritu con el que se publicó.

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A las once, sor Getsemaní, la veterana monja encargada del torno en el monasterio de clausura de Santa Clara de Belorado (Burgos), nos entrega el manojo de llaves que nos permitirá llegar hasta el locutorio pequeño. Al visitante, que posee escasa experiencia en visitar estos lugares de retiro y ha pasado cuatro meses gestionando el encuentro, le sacude un cierto nerviosismo alborozado, lastrada su memoria por tantas lecturas donde las celdas monásticas adquieren a menudo un aire fantástico.

Trae el forastero frescas en el recuerdo algunas imágenes de estas mismas monjas acogidas como estrellas de cine en un reciente certamen gastronómico, lo que le lleva a pensar sobre la creciente necesidad de fábulas y quimeras en la cocina. Todo esto se le agolpa en la mente mientras abre un par de puertas e ingresa en el ámbito luminoso y fresco de este monasterio dedicado desde 1384 a Nuestra Señora de Bretonera, en pleno Camino de Santiago. Las ensoñaciones del reportero desaparecen como por ensalmo cuando es traspasado por el intenso aroma a cacao que procede del cercano obrador. Al poco rato acuden a su encuentro las cuatro monjas empleadas en el taller, autoras de dulces tentaciones y exquisiteces de chocolate y cacao que se venden en tiendas delicatessen y han logrado fascinar a unos cuantos chefs con estrella Michelin. Sor Amada, sor Myriam de Nazaret, sor Adriana y sor María Paz nos saludan desde el otro lado de la reja, desde donde realizaremos la entrevista.

«Aquí no hay extranjeras, a no ser que Bilbao se considere el extranjero»

A sus espaldas se sitúa un enorme lienzo tutelar de San Francisco de Asís recibiendo los estigmas de Cristo crucificado y, a su derecha, junto a una talla de la Virgen, una figurita estilo Lladró de Karol Wojtila con hábito papal y en ademán de bendecir completa la escena.

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Las cuatro hermanas se asoman al locutorio con sus batas claras de escolares, el velo, la toca y unos mandiles de trabajo grises y azulones que anudan al cuello con un cordón. Son jóvenes, de ademanes muy resueltos, verbo decidido y risa fácil. Uno diría que hasta un punto impetuosas. Ante el patente desconcierto del visitante, responden a coro: «¡Es que somos de este mundo!», aunque antes fueron auditoras en multinacionales, peluqueras, farmacéuticas, gobernantas en residencias y, por supuesto, también tuvieron novios.

«Quería fundar una familia»

Cuando, tras conversar largamente, las monjas abran desde dentro la cancela metálica que nos separa, Sor Amada (42 años) nos recordará que las mujeres, y no sólo los hombres, podemos traspasar esta clausura. Siempre que haya una causa justificada, claro. «Si se necesita una enfermera, una médico... claro que pueden visitar nuestras celdas», nos reconviene esta mujer de carácter que, antes de profesar los votos perpetuos, fue consultora en una multinacional en Madrid tras estudiar Empresariales. «Quería fundar una familia, pero el hombre de mi vida no aparecía. Llevaba una medalla al cuello y mis compañeros de trabajo me buscaban cuando querían hablar de sus problemas, de que no tenían tiempo suficiente para pasar con sus hijos», recuerda sor Amada, en el siglo Patricia Nieto Sales, religiosa desde los 26.

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«Aquí no hay extranjeras, a no ser que Bilbao se considere el extranjero», apuntan. La más anciana, sor Begoña, tiene 93 y la más joven, sor Israel, 23. Nuestras cuatro monjas, mujeres risueñas, tienen todas una historia detrás, una vida a sus espaldas que decidieron dejar para entrar en el convento y que cuentan gustosas.

«Tuve una crisis, caí en una depresión que me llevó a intentar quitarme la vida»

Sor María Paz, por ejemplo, fue peluquera en Barcelona. «Hacía cabezas, vivía en el mundo de la moda y de la imagen. Hasta que descubrí lo que realmente soy...», dice. Sor Adriana, educada en un ámbito «anticlerical», dejó atrás un novio y un trabajo como gobernanta en una residencia antes de hacer sus votos. «Con 22 años me convertí: conocí al Señor. La primera vez que me confesé le dije al sacerdote que no me sabía la contraseña», se despepita. Sor Myryam (33), nieta de seguidores del movimiento Neo Catecumenal (los kikos), pasó depresiones, una juventud «bastante rebelde» y otras mil historias hasta que, en un viaje a París para participar en una Jornada Mundial de la Juventud, se sorprendió «de la alegría que me rodeaba, yo, que siempre me estaba quejando de las incomodidades: fui de turista y volví de peregrina».

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La valenciana sor Myryam de Nazaret narra con desenvoltura sus visitas a discotecas «con once años» y confía que «si entraba en el Camino (sus abuelos, que fueron quienes la criaron, pertenecen al movimiento liderado por Kiko Argüello) me dejaban salir por las noches». «A los doce años había vivido muchas cosas. Tuve una crisis, caí en una depresión que me llevó a intentar quitarme la vida. Mi madre se convirtió... Después de ir a París y no ver al Papa más que de lejos en una pantalla, cambió todo en mí. No me lo creía. Esa noche se hizo la verdad en mi corazón», recuerda.

En el mundo hay unos 4.000 monasterios de monjas de clausura, de los que 900 están en España, primera potencia católica en este campo. La mayor parte de las contemplativas de nuestro país son ancianas cuya edad media ronda los 75 años, lo que obliga al cierre de conventos. Las clarisas de Belorado son una excepción.

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Pimientos, gallinas y dulces

Las clarisas de Belorado siempre han sido famosas por los pimientos asados de su huerta, por las gallinas, las labores de costura y las flores de tela que vendían en una pura economía de subsistencia. También trabajaron para una fábrica de calcetines de Pradoluengo, haciendo los remates. Pero el enorme convento, cada vez con menos monjas y cada vez más mayores entre sus paredes, se deterioraba a pasos agigantados. En 2000 hubo que iniciar las obras de rehabilitación porque el edificio se venía abajo. Las clarisas de Belorado pidieron ayuda a sus hermanas de Lerma. «Empezamos por los tejados. Recuerdo a la abadesa trabajando con pico y pala, mano a mano, con un albañil, y a las hermanas remangándose el hábito. Fue una temeridad», recuerda sor Amada. «Y la madre Pureza, con 60 años, subida a un andamio, tirando piedras. Y debajo, sor Esperanza, la guardiana de la historia del monasterio, ya fallecida, rezando porque no se atrevía a subir...», prosiguen el relato.

«Teníamos que ganarnos la vida», recuerdan. «Pero las jóvenes no conocemos ni la aguja ni la tierra, venimos de la capital y no sabemos ni quitar las malas hierbas. La primera vez que nos mandaron a la huerta -ríe sor Adriana- arrancamos las tomateras y cortamos un ajo florecido para ponerlo en un jarrón». El ejemplo del convento de Lerma las llevó a montar un obrador artesano.

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Al principio todo fue muy doméstico. Manuel Morgades, un pastelero leridano, les pasó, por teléfono y con paciencia infinita, la primera receta de las trufas. «Las hacíamos con un pucherito, un templador y un tenedor. Así, 80 kilos. Era una hecatombe, un sobreesfuerzo», explican.

Isabel Herrera debió sentir algo muy parecido a una revelación cuando decdió poner en marcha su tienda, El Jardín del Convento, en un lateral del monasterio del Corpus Christi (del siglo XVII) , junto a la Plaza Mayor madrileña. Allí vende las producciones artesanas de las órdenes monásticas españolas como la adictiva miel crema del monasterio de San Benito, las empanadillas de almendra y cabello de ángel y las rosquillas de unas clarisas extremeñas, turrones de las jerónimas de Sevilla o las renombradas tortas de aceite de Montilla. También, claro, las manufacturas de las clarisas de Belorado y de Artebakarra (Derio). Isabel Herrera decidió recuperar viejos sabores con productos 100% naturales y artesanos. «Me encanta saber que no hay ningún proceso industrializado en estos productos. Del convento a mi tienda», asegura. En Santander funciona también un local similar.

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Su primer cliente estuvo en Villamayor del Río. Marimar, de Casa León, les encargó unas cajitas de surtidos para Navidad. Luego, Casa Otaegui, de San Sebastián, empezó a vender también sus trufas de chocolate (allí las probó Pedro Subijana, el patrón de Akelarre, que las elogió y las puso en sus petits fours), le siguió el Banco de Caminos... Hoy emplean cuatro toneladas de chocolate y otros rudimentos de Varlhona, una casa de lujo francesa, y exportan a medio mundo. «Somos buenas fabricantes, pero malas vendedoras», aseguran las religiosas. Y uno duda.

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