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En Bilbao se hacen colas para casi todo. Como el resto de españoles, somos capaces de aguantar la intemerata para hacernos con ese deseado décimo de la lotería de Navidad y soñar con hacernos ricos. Pero también para tomar un café, ir de rebajas, comprar ... una palmera de hojaldre o unas trufas en las pastelerías Martina de Zuricalday y Arrese, estudiar en Azkuna Zentroa, canjear euros por pesetas en el Banco de España, adquirir lencería y bikinis... Insisto, para casi todo. Hasta para echar a la cesta de la compra croquetas y roscones de reyes somos capaces de aguantar en pie lo que no está escrito. Y, la verdad, vista la tristeza que ha provocado la pandemia, da gusto ver a a la gente, guardando las distancias pertinentes, en busca de estampas que parecían perdidas para siempre.
Pero nada de eso. Fue aterrizar Primark el 20 de mayo en la Gran Vía y desatarse la locura. Fue lo nunca visto. La apertura de la tienda desató una histeria consumista y provocó enormes colas por hacerse con prendas y accesorios en el paraíso del 'low-cost'. A las siete de la mañana, tres horas antes de abrir las puertas, mucha gente ya se disputaba el honor de ser los primeros en atravesar el umbral al mundo de la moda tirada de precio. «Queremos ver lo que hay, aunque no necesitamos nada», explicaban María José e Izaskun, madre e hija. Sin comentarios.
Las filas, que llegaron hasta el Palacio foral, se prolongaron hasta casi las dos de la tarde. Volvieron a repetirse en días sucesivos. Carlos Inacio, el director general de ventas para España y Portugal de la multinacional irlandesa, no daba crédito, mientras se frotaba las manos desde las cristaleras con vistas a la Plaza Circular: «Estaba claro que la gente de Bilbao tenía muchas ganas de que llegásemos». Sobran las palabras. Él también alucinaba con lo que veía.
Aquellas colas, lejos de menguar, han creado tendencia. Cientos de estudiantes, lo mismo universitarios que de institutos, se han pegado buenos madrugones durante mayo y junio para preparar sus exámenes en la sala de estudios de La Alhóndiga. Abrían las puertas a las diez de la mañana, pero numerosos chavales llegaban con casi una hora de antelación. Hubo días en que las filas casi alcanzaban a la Plaza Arriquíbar. Mucha gente que pasaba cerca de los jóvenes se preguntaba si estaban allí para tomarse un café en el Holabar o marcarse unos largos en la piscina, pero no. «¡Eh, que venimos a estudiar!», se ha escuchado a más de un chaval.
Estos últimos días la entrada al Banco de España también ha estado colapsada. ¿El motivo? Cambiar las pesetas todavía existentes en miles de hogares vizcaínos. La gente ha tenido tiempo de sobra para realizar el canje, pero, como subraya Iñaki Mediavilla, director de la entidad, «aquí somos muy relajados». El pasado martes, cientos de ciudadanos cargados con bolsas y mochilas aguantaron de pie hasta tres horas. Algunos para cobrar únicamente 6 euros. Las colas dieron la vuelta a Alameda Mazarredo y se bifurcaron por la calle Ledesma. «Me pego un tiro como no me cambien todo lo que he traído. Mi madre me ha mandado con estas monedas, que las guardaba en una olla», amenazó la bilbaína Desirée Garay. El miércoles, último día de plazo, multitud de personas acudieron al banco para sacar provecho a las últimas pesetas.
Como hacen todos los martes cientos de clientes a las puertas de las pastelerías de Martina de Zuricalday. ¿Por qué? Algunos productos, no todos, se venden a mitad de precio. «La tarta de espinacas, los macarons, los pasteles variados... Es que todo está...», explica Asier Garay. La clave de las tremendas filas que se forman desde hace años hay que buscarlas en sus bollos de mantequilla. «Son muy buenos productos a precios cojonudos. ¿Qué más se puede pedir? Ah, sí. Solo falta que rebajen el coste del pastel vasco», subraya Roberto Izagirre, un habitual de las colas. «¡Menos mal que no vivo aquí! Me encantan tanto los bollos rellenos de mantequilla como los de nata», explica Lucía Sota, una joven madrileña de paso por Bilbao que descubrió la semana pasada uno de los templos más dulces de la villa.
Si algo tienen las colas es su capacidad para poner a prueba la paciencia de sus protagonistas. Otras veces, no es tanto el aguante como el pudor. Inés Agirre pasó el martes más de un cuarto de hora a las puertas de la tienda Women'Secret de Ercilla en busca de gangas con los precios rebajados un 60%. Sin embargo, al final, Inés optó por irse sin comprar nada por la prohibición de usar los probadores debido a la implantación de las medidas covid. «Soy un poco estrecha y me daba un poco de vergüenza estar a la vista de todo el mundo».
Vergüenza de la buena, precisamente, no tiene mucha el dueño de la cafetería Sergio de Máximo Aguirre. Él, en realidad, se llama Christian y es argentino. Maneja un 'idioma' distinto. Recibe a la clientela al grito de 'egunones' y la tortilla de patata le queda 'perfectoa'. Dice que es la mejor del «mundo mundial» y, posiblemente, no le falte razón. Pero, de un tiempo a esta parte, acceder a su pequeño local se antoja harto complicado. ¿Por qué? El también sufre las colas, que, visto como anda el percal, son una bendición. Es lo que le toca ahora a Bilbao. Anteayer, les llegó el turno a ciudadanos marroquíes, que se concentraron ante el Consulado de su país, en la Gran Vía, en demanda de trámites para poder visitar este verano a sus familiares en el país alauí.
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