«¡Qué paciencia!». Ni la fuerza física, ni la agilidad ni la destreza. Ésa es la principal virtud que debe tener un policía en el turno de noche. Para soportar las faltas de respeto de grupos de jóvenes bebiendo de madrugada y las peroratas de ... adultos ebrios a los que les molesta que les recuerden que deben llevar mascarilla o guardar la distancia de seguridad en una calle abarrotada. Y una paciencia infinita derrocharon los policías municipales y ertzainas de Getxo que trabajaron en la madrugada del pasado sábado en el dispositivo conjunto creado para reducir las quedadas en la plaza de San Nicolás, en el barrio de Algorta. El fin de semana anterior, la Brigada Móvil de la Ertzaintza tuvo que intervenir en plena madrugada del sábado para desalojar la plaza ante las quejas de los vecinos por el ruido que les impedía dormir. En otras ocasiones, los agentes han sido recibidos con lanzamiento de botellas e insultos. EL CORREO acompaña a una de estas patrullas nocturnas, compuesta por el suboficial Aitor y la agente interina Ainhoa, que conduce el vehículo policial. El termómetro marca 18 grados. Hace una noche espléndida. Los agentes llevan chaleco antibalas. Nunca se sabe con qué pueden encontrarse.
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multas
«Se ha juntado el fin de curso con la llegada del buen tiempo y que llevamos más de un año sin hacer vida social», argumenta el jefe de la Policía Municipal de Getxo, Tomás Santín, para explicar un fenómeno, el botellón, que antes de la pandemia no existía en la localidad, salvo en Arrigunaga, en San Juan, o en la fiesta de las Mercedes. De hecho, la localidad ni siquiera cuenta con una ordenanza antibotellón como otros municipios como Bilbao o incluso Berango. La misión de la Policía es que «no se quede a partir de ahora». «No miramos para otro lado. Cada fin de semana aumentamos el número de efectivos para, con nuestra presencia, aminorar estos actos que causan molestias a los vecinos», advierte.
A las diez y media de la noche, la plaza de San Nicolás no parece la misma que el sábado anterior, tomada por decenas de personas. Se respira tranquilidad. Sólo se ve gente sentada en las terrazas y algún grupo en los bancos. En cuanto ven aparecer a los uniformados se colocan las mascarillas. Apenas queda una hora y media para que deje de ser obligatoria en la calle, ahora bien, siempre que se respete la distancia de seguridad, que por la noche no suele ser habitual. «Tenemos que hacer la labor pedagógica de recordar continuamente las normas y eso, el llamar la atención a alguien, a veces provoca enfrentamientos», reconoce el suboficial al mando del operativo. «Deberíamos ser todos un poco más solidarios para que esto acabe, ya no sólo por una cuestión de salud sino económica». Padre de hijos adolescentes, entrenador de fútbol y en plenos exámenes de la carrera de Criminología, Aitor va a hacer gala a lo largo de la noche de una gran mano izquierda, especialmente con los más jóvenes, a los que al final siempre acaba convenciendo. «Hoy has ganado en sabiduría», les dice.
resignación
«¡Gabon! La normativa sólo permite un máximo de seis personas sentadas en una mesa y están ustedes siete», recuerda a un grupo en una terraza de la calle de bares Basagoiti. Una patrulla de paisano, que pasa completamente desapercibida, va de avanzadilla. De esta forma, ellos pueden descubrir sin ser vistos algunas infracciones. Ven a un coche, un 'Opel' de color blanco, conducir «a trompicones y dando marcha atrás». Le dan el alto. Cuando abren la puerta del conductor, éste se cae redondo. Tiene el carné retirado desde hace seis meses por una alcoholemia, pero parece que no ha corregido su conducta. En la prueba a la que le someten los agentes de atestados arroja un 0,97 de tasa de alcohol, cuatro veces por encima de lo permitido. Se le imputan dos delitos. «Es probable que el juez le retire el carné de forma definitiva y que no pueda ya volver a conducir. Es un peligro», argumenta Aitor.
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El joven se agacha apoyado en la pared y llora desconsolado. «Me arrepiento, podría haber atropellado a alguien». Horas después, los agentes se volverán a cruzar con él en la zona de copas.
Su próximo destino es el Puerto Deportivo. Han recibido llamadas de ciudadanos alertando de que hay aglomeraciones. Dos policías no uniformados escuchan desde el coche música y jolgorio que procede de la oscuridad, en el camino hacia el muelle del ferry. Cuando las patrullas de Policía Municipal y Ertzaintza se aproximan a la zona con la característica luz azul en los rotativos, un grupo de jóvenes echa a correr. Han sido descubiertos haciendo botellón, una práctica prohibida por la normativa anti-Covid. Otras unidades cortan el paso a los huidos, aunque algunos consiguen escapar.
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«¿Cuántos años tiene?», pregunta un agente a una de las chicas. «16», contesta ella. «Llame usted a sus padres para que no sea tan violento y páseme el teléfono». La Policía tiene la obligación de comunicar a los tutores de un menor que va a ser sancionado por estar bebiendo en la vía pública. «¡Aita, que voy a pagar yo la multa!», se justifica la adolescente. La mayoría de los padres reaccionan con «resignación».
Les incautan un bafle de gran potencia y sprays para realizar graffitis. En la zona de Atxekolandeta dispersan otro botellón. Todos huyen salvo dos. Uno tiene un esguince en un pie y el otro se acaba de hacer un tatuaje en una pierna. No pueden correr. La noche se salda con 20 denuncias, 15 de ellas por beber alcohol en la calle, 3 por no llevar mascarilla y dos a locales de hostelería por permitir que un grupo de 16 jóvenes ocupara las mesas de la terraza, una vez pasada la medianoche. Desde que empezó la pandemia, el número de multas supera ya las 4.000.
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