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Pinceladas de Bilbao

El Guggenheim, catedral horizontal

El museo bilbaíno ha dejado de ser un experimento vanguardista para convertirse en un clásico incuestionable

Domingo, 2 de junio 2019

Nada más común que la añoranza idealizada de los viejos tiempos. Hay quien echa de menos la época en la que, sin móviles, la gente ... hablaba mirándose a los ojos. Otros añoran la época en la que los tomates sabían a tomates. Mi rincón favorito del pasado reciente es en cambio aquel en el que el Guggenheim conservaba su capacidad de provocación y llegaba a causar escándalo. «Es el juguete más grande del mundo», escribió J.G. Ballard en 1997. «Si la bomba atómica hubiera estallado dentro de Fort Knox al final de 'Goldfinger' el resultado habría sido muy parecido al Guggenheim de Bilbao». Si eso lo decía Ballard, un experto al fin y al cabo en distopías, imagínense lo que diríamos nosotros, bilbaínos de orden, que situábamos el vanguardismo inadmisible, la pura extravagancia, un paso más allá de Ricardo Bastida. Ojalá pudiésemos recuperar aquellas primeras impresiones, pronunciadas tal vez al pasar por el Campo Volantín, bajo el puente de La Salve, y enfrentarnos, en su plenitud, y en la nuestra, al prodigio: «Eso lo hace mi nieto de cinco años con un rollo de papel de plata y cuarenta de fiebre».

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