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Nada más común que la añoranza idealizada de los viejos tiempos. Hay quien echa de menos la época en la que, sin móviles, la gente ... hablaba mirándose a los ojos. Otros añoran la época en la que los tomates sabían a tomates. Mi rincón favorito del pasado reciente es en cambio aquel en el que el Guggenheim conservaba su capacidad de provocación y llegaba a causar escándalo. «Es el juguete más grande del mundo», escribió J.G. Ballard en 1997. «Si la bomba atómica hubiera estallado dentro de Fort Knox al final de 'Goldfinger' el resultado habría sido muy parecido al Guggenheim de Bilbao». Si eso lo decía Ballard, un experto al fin y al cabo en distopías, imagínense lo que diríamos nosotros, bilbaínos de orden, que situábamos el vanguardismo inadmisible, la pura extravagancia, un paso más allá de Ricardo Bastida. Ojalá pudiésemos recuperar aquellas primeras impresiones, pronunciadas tal vez al pasar por el Campo Volantín, bajo el puente de La Salve, y enfrentarnos, en su plenitud, y en la nuestra, al prodigio: «Eso lo hace mi nieto de cinco años con un rollo de papel de plata y cuarenta de fiebre».
Que ahora, al pasar por ese mismo lugar, lo que sintamos sea la reverencia ante la imagen icónica, la presencia casi sagrada del símbolo, puede que incluso el orgullo de pertenecía, sección patrimonio artístico, resulta sencillamente fascinante. Y demuestra el modo veloz, tajante e inesperado en el que puede cambiar todo. La historia improvisa unos volantazos bárbaros. Piensen que, durante mucho tiempo y hasta lo que en términos académicos podríamos definir como anteayer mismo, lo que se hacía en el entorno de La Salve, precisamente allí, era mirar justo hacia el otro lado. Para ver a lo lejos, sola en Artagan, la silueta de la Basílica. Y rezar. O simplemente para orientarse y aferrarse a la clase de referencia que cualquiera entendía que no podría cambiar nunca. Pues vaya si ha cambiado. Hoy la imagen referencial de Bilbao es esta en la que el Guggenheim parece estirarse presumido, consciente de su poder y sus reflejos, orgulloso del modo en que atrae hacia sí la atención del cielo y de la ría. Mientras esa imagen se multiplica por el mundo, los bilbaínos se enfrentan a ella con la certeza y la familiaridad con la que se mira cualquier otra catedral indiscutible. «Barroco líquido estallando en sentido horizontal. Gehry tardío. Obra maestra. Un tesoro de la humanidad».
VICKY ZAFRA | Agrupación de acuarelistas vascos
Autodidacta y apasionada de la espátula y los trazos gruesos, comienza a exponer en 1997. Es miembro de la Asociación Artistica Vizcaina y la Agrupación de Acuarelistas Vascos. De estilo cercano al impresionismo, su obra combina fuerza y vitalidad, amabilidad y colorismo. Ha participado en diferentes concursos y exposiciones por toda España y en países como Italia, Francia o Estados Unidos.
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