Una gran parte de las lonjas convertidas están en Matiko. Ignacio Pérez

«En la casa donde vivimos había un taller de chapa en el que eché el currículum»

Dos familias bilbaínas narran a EL CORREO su experiencia después de vivir varios años en una lonja convertida en una vivienda de alquiler social

Lunes, 27 de enero 2025, 00:02

David Miguel entró junto a su mujer Elena y sus dos hijos, Ainhize y Asier, de 13 y 23, a vivir en régimen de alquiler social a una lonja convertida en vivienda hace unos ocho años. Les ofrecieron esta vivienda, con una altura de dos ... metros respecto al suelo, por la discapacidad que padece su hijo mayor. «Antes residíamos en un cuarto sin ascensor en Uretamendi y para Asier era incómodo, así que pedimos cambiar», dice David.

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Ellos fueron quienes estrenaron este bajo -tiene tres habitaciones, dos baños, cocina y salón- ubicado en la calle Tiboli, en Matiko. «Es curioso porque antes de que fuera un piso vine con mi cuñado a echar el currículum en el taller de chapa que había», dice él. Para ellos, «lo mejor y peor del inmueble es que es un bajo». «Para nuestro hijo es una maravilla porque no tiene que subir casi escalones, pero también lo sufrimos con el ruido, los orines de los perros o que todos los veranos suben las cucarachas», dice Elena. Pese a ser un inmueble público, la familia también ha sufrido el auge de los precios del alquiler. «Cada año nos han encarecido la renta diez euros. Ahora pagamos 500 y la diferencia es que cuando entramos yo trabajaba, y ahora cobro una pensión», dice David. Aunque muchas veces, explica, tienen que tirar de la «prestación por la discapacidad» del joven, confiesan «no estar mirando otra alternativa».

Olores y ruido

Unos números más adelante viven Alba Céspedes y Javier Berdute, una pareja que también reside en lo que era una lonja vacía. Ellos llevan cinco años. El Ayuntamiento se la ofreció a consecuencia de la discapacidad de su hija, Irune, que padecía el síndrome de Sanfilippo. «La vivienda era adaptada y perfecta para la pequeña», que murió en septiembre de 2024 tras una grave neumonía. Tras su fallecimiento la familia teme tener que dejar el piso. «Nos dijeron que cuando ella no estuviera tendríamos que mirarnos otra cosa», cuenta Alba. El problema, asumen, son los precios. «¡Están carísimos! Por casi 1.000 euros», sueltan.

Aseguran que «para lo que pagan» (casi 300 euros), el piso «está bien», aunque también sufren «la humedad, los olores, el ruido y el tránsito de gente». La altura de su bajo es menor y, al estar más cerca de los viandantes, hace que «nos hayamos encontrado muchas veces latas en la ventana».

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