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A quienes hemos vivido siempre bajo techo nos resulta imposible entender del todo lo que supone quedarse en la calle. Y llega un momento en el que, a las personas sin hogar, casi se les olvida esa sensación segura y confortable de tener una casa ... a la que volver. El programa Hábitat Bizkaia de la Diputación, que cumple ahora siete años, aborda este problema con un planteamiento que puede resultar chocante, contraintuitivo: la vivienda no se entiende aquí como el punto de destino de un trabajoso itinerario de inclusión, algo así como el premio al esfuerzo o la guinda que redondea el proceso, sino como el requisito de partida que hará posible todo lo demás. A los beneficiarios –en la actualidad, treinta, seleccionados entre los miembros del colectivo que estaban en una situación más crítica– se les proporciona un piso para su uso individual, por el que abonan el 30% de sus ingresos, y se les brinda apoyo para integrarse en una sociedad de la que, en buena medida, se habían desvinculado hace décadas.
Los responsables forales ya están acostumbrados a responder las preguntas que surgen de manera casi automática: «En términos de intervención social, el coste por persona usuaria está por debajo de la media de otras soluciones residenciales. Hay un seguimiento y un control, como mínimo semanal, y la convivencia con la comunidad es una de las cuestiones que más se cuidan: en realidad, la comunidad acaba siendo la catalizadora de la inclusión», aclaran. Dos de estas personas, Ricardo y Jorge, cuentan en estas páginas cómo vivían y cómo viven.
Jorge abre un álbum de fotos y muestra su viejo carné de la Federación de Deportes Vascos. Ahí está aquel adolescente, sordo desde los 2 o los 3 años, que levantaba piedras de cien kilos. «¡Antes de que me corrompiera! Era harrijasotzaile y me ganaba mis pesetas: me veía con mil duros en el bolsillo», relata. A la vez, aquel chaval fortachón de Astrabudua, que no estaba dispuesto a dejar que nadie se burlase de él por sus audífonos, se iba enganchando a las drogas. «Empecé con los petas de hachís. Íbamos al lado de la iglesia de San Lorenzo, donde hice la comunión, y nos juntábamos 14 o 15. Luego llegó la heroína: meterse por la vena era una novedad y caímos, no teníamos conciencia, no sabíamos que era veneno, muerte», explica, con un imperdible colgando del arete de la oreja izquierda y una camiseta de Eskorbuto. ¿Conoció en persona al mítico grupo punk? «Claro. Iosu me daba dinero para que le pillase, pero Pako, el batería, me echaba la bronca por andar en eso tan joven».
Jorge es un narrador fascinante, que ya entonces escribía poemas («cosas que no podía decir porque pensaba que no iban a entenderme») y después ha recogido sus experiencias en el libro 'El chico de la calle'. Se marchó de casa a los 17: «Me fui casi obligado, porque veía muchas desgracias, mucha gente cercana muriendo, y no lo soportaba más. Por lo menos, así estaría solo». Cumplió cárcel por robar en casa de un cura de Deusto, pasó mucho tiempo en Sevilla (allí trabajó en el restaurante de un tío suyo y en la Expo, pero también de 'gorrilla', ayudando a aparcar coches), mendigó en la Gran Vía de Madrid (con un efectivo cartel que decía «solo quiero irme de Madrid») y sufrió todos los sinsabores de no tener hogar durante casi treinta años.
«Vivir en la calle es la oscuridad total, es vivir sin color: no sientes nada y la humanidad deja de existir. Estás totalmente solo y, si te caes, ahí te mueres: yo he estado a punto y nadie vino a ayudarme. En la calle todo el mundo pasa miedo», expone. Cuando subía a Bizkaia, dormía junto al puente de San Antón o se colaba en algún bloque: «En el portal te ven: hay que subir arriba del todo. Yo me descalzaba para no hacer ruido, llevaba una botella para mear y un cenicero para fumar sin dejar restos. Quedarme a la vista me daba mucho miedo: no oía quién venía a quitarme todo, he sufrido muchas agresiones». ¿Y los albergues? «Son como cárceles. Y, si eres adicto, ¿para qué vas a entrar, para robar?».
Hace siete años, Jorge se convirtió en uno de los pioneros de Hábitat. «Me dieron esa esperanza», lo formula él. Para entonces, ya había logrado desengancharse, aunque sigue arrastrando las secuelas físicas y mentales de tantos años de drogas e intemperie. ¿Qué supuso para él este piso? «La última casa en la que había vivido fue la de mi madre, la que dejé con 17 años. Yo ya no sabía lo que era una casa, ya ni me acordaba. El primer día aquí iba tocando la pared, el microondas, todo, porque no me lo creía. La primera noche tenía miedo de que entrase alguien, me diese de palos y me echase. La casa me protege, me permite dormir seguro, me ha hecho un ciudadano. Antes no me consideraba un ciudadano: yo tiré el carné, lo odiaba, veía lo de 'dirección' y decía '¿qué es eso?'. Este proyecto es civilización».
Enseña su cuarto con ilusión de niño: su cama cuidadosamente hecha, su colección de pegatinas de bandas de punk, sus libros («como soy ateo, tengo la Biblia y el Corán, los dos»), sus plantas en el balconcito («plantas normales, ¿eh?»), su baqueteado ordenador... «Tener vivienda es una responsabilidad: friego en cuanto termino de comer y me gusta tenerlo todo limpio y ordenado. Con la cocina me ayuda mi hermana». En 2021 trabajó medio año para las brigadas municipales de Portugalete y ahora espera una documentación para sacarse el carné de manipulador de alimentos. ¿Qué es lo que más valora de su vivienda? «¡Hombre, que tiene techo! Y al levantarme me doy una ducha y, cuando vuelvo a casa, otra: hay que quitarse la calle de encima».
Hubo un periodo crítico en el que Ricardo trató de aferrarse a una estabilidad que se le presentaba cada vez más difícil. Con 17 años, incapaz de soportar el mal ambiente en casa, se marchó del hogar familiar en San Sebastián. «Me tuve que meter en el Ejército, y no fue por amor a la patria. Con 19 años, en Madrid, ya estaba enganchado. Con 20, me fui a Asturias con un amigo, pero seguí con las drogas, porque no conocía mucho más, y a los 23 ya estaba harto: no tenía ni oficio ni beneficio, así que volví al Ejército, por sobrevivir, y estuve en Bosnia. Después vine más quemado de lo que me había ido y ya me quedé en la calle», repasa, en avance rápido, aquellos años de precipicio biográfico y emocional. Acabó en Bilbao por una chica de Basauri, pero en realidad habría podido terminar en cualquier sitio.
«Andaba para arriba y para abajo por la calle, sin sentido. He estado con un colchón en Indautxu, he dormido en los bajos de Garamendi... Siempre lo hacía a la vista, porque, aunque molestas a la gente, te sientes más seguro. Vivir en la calle es una mierda. Nunca he sido violento, ni de robar, y acabé pidiendo por ahí con una cajita. Me saltaron todos los dientes de una paliza. En la calle tienes que tragarte mucho desprecio y mucha porquería: lo pasaba mal y consumía más droga para no sentir». ¿Amigos? «En la calle no hay amigos, solo compañeros: puedes drogarte con ellos, pero te la van a dar. Hay buena gente, pero la persona que es adicta te defrauda, ¡yo también lo habré hecho!».
Pasó por pisos colectivos y albergues, pero nunca encajó. «Para alguien que lleva una vida muy desordenada, haciendo lo que le da la gana, esos pisos no sirven: te engordan pero te rodean de reglas, tienes que convivir con desconocidos y cumplir todas las normas bajo amenaza de expulsión». Quiso morirse muchas veces y casi lo consiguió: «Me dio el cuerpo un hostión, estuve en coma... Entonces ya llevaba dos años sin consumir, pero mi cabeza volvía a la época en la que estaba enganchado: perdí mucha memoria, algo de lo que, por otro lado, me alegro». Fue entonces cuando se puso en contacto con la Diputación y acabó en el programa Hábitat, como inquilino de una pequeña buhardilla en Abando.
«Entré expectante, inseguro, pero la sensación de tener una casa es maravillosa. Aquí puedo ser yo mismo, sin que me estén aleccionando y agobiando». Y, sin ese control, ¿no se dispara el riesgo de volver a las malas costumbres? «No, porque lo peor ya lo conoces. Si estabas en lo peor, era porque no tenías un recurso para salir. Aquí tienes la oportunidad de construirte algo sin que te estén empujando por detrás». En los seis años que lleva en el programa, ha descubierto su vocación de actor (forma parte del grupo Zenbatu) y ha cumplido el sueño de tener una mascota, la perra Saba, que también arrastra sus traumas, la pobre: «Tiene miedo de todo. A mí siempre me habían encantado los perros, pero la calle no era lo más adecuado para ellos, ni tampoco para las personas. Saba me ha ayudado mucho. He dejado de hablar solo y ahora hablo con la perra: ¡ya dice el Gobierno que es un ser sintiente!».
Ahora cumple su pauta de tratamientos médicos, que antes solía ignorar, y se ha acostumbrado a hacer las labores del hogar. «Siempre he tenido que buscarme la vida, así que tener bien la casa no me ha costado nada. ¡No vas a vivir en una pocilga! Cocinar me encanta: me hago garbanzos y cosas así». Y Ricardo, el hombre que pasó dos décadas dando tumbos por las calles, añade ahí el mismo comentario de las amas de casa de toda la vida: «Me da rabia que tardo dos horas en cocinar y luego me lo como en cinco minutos».
Aplicar el principio del 'housing first' era «una apuesta» del equipo de Teresa Laespada al hacerse cargo del Departamento de Empleo, Cohesión Social e Igualdad, pero durante un tiempo todo el mundo les miraba «como a marcianos» cuando lo planteaban. «Consiste en dar primero una casa y empezar a trabajar después los procesos de inclusión. Se hacía al revés, claro, pero muchos no llegaban nunca a la vivienda, se iban cayendo por el camino. Eso sí, no es para todas las personas: a algunas, afrontar la vida en solitario les resulta difícil», expone la diputada, que se refiere al 'sinhogarismo' como «un fracaso del sistema o, más bien, de los sistemas, en el que todos los anclajes han ido fallando y hay que reinstaurar todas las claves». ¿El balance de estos siete años de programa? «El éxito fue impresionante, sorprendente: perfiles a los que les costaba mucho entrar habían dado la vuelta a su vida y habían adquirido responsabilidades y ganas de hacer cosas. Hubo gente que cambió de la noche a la mañana. A mí se me parte el alma cuando algunos dicen que se sienten personas porque la vecina les ha llamado para pedirles sal. Descubren un mundo y adquieren responsabilidades: algunas casas las tienen tan bien que nos dan una lección a los demás». El plan es ir incrementando el número de pisos, pero poco a poco, porque tiene que ser una red descentralizada de viviendas pequeñas.
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