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Villarcayo es un municipio orgullosamente burgalés –de hecho, esa adscripción geográfica y administrativa queda clara en su aparatoso nombre completo, Villarcayo de Merindad de Castilla ... la Vieja–, pero a la vez tiene una especie de doble personalidad vizcaína, que se hace evidente en cuanto uno pasea un rato por sus calles. En los bares se multiplican las bufandas del Athletic, y algunos son auténticos templos rojiblancos que destacarían incluso en Pozas; EL CORREO se codea con el 'Diario de Burgos' en los puestos de venta y en las barras, la señora que habla por teléfono va contando a su amiga que hoy se ha levantado «un poco kili-kolo»... Aquí, en fin, muchos son vascos, y hay todavía más descendientes de familias enmarañadas que han hecho el correspondiente trayecto de ida y vuelta, o de sucesivas idas y vueltas, con padres y abuelos que buscaron trabajo industrial en el Gran Bilbao o que vinieron desde allí con los pulmones sedientos de aire limpio y seco.
Así que, aquí, a nadie le parece especialmente curioso que la mitad de la carne que sale del matadero municipal esté destinada a Euskadi, más en concreto a Bizkaia y al norte de Álava. Es más, algunos animales reproducen también ese itinerario de ida y vuelta de tantos seres humanos, ya que hay ganaderos vizcaínos que hacen aquí su matanza, empujados por la falta de recursos en nuestro territorio: nos zampamos un promedio de 45 kilos de carne por persona y año y estamos entre los mayores consumidores de carne fresca de vacuno, con una media de seis kilos anuales que solo superan mínimamente los navarros, pero las instalaciones de sacrificio, como las de Zorroza o Durango, han ido desapareciendo y solo quedan el pequeño matadero de Carranza y el nuevo de Orduña, promovido por una asociación de ganaderos. A muchos criadores no les queda más remedio que llevar sus animales en un último viaje hasta Cantabria, Gipuzkoa o, como es el caso, Burgos.
«Nuestro matadero es municipal y lo gestiona directamente el Ayuntamiento. Quedan muy poquitos así, porque resulta bastante difícil compatibilizar la gestión y la normativa pública: no podemos cambiar los precios de un día para otro, necesitamos cuatro meses. Para nosotros, es un orgullo que el matadero siga funcionando y que siga funcionando bien», explica el alcalde, Adrián Serna, que presenta en su propio árbol genealógico esa característica ramificación hacia el norte: su abuelo abrió autoescuelas en Bizkaia y su padre nació en Basauri. Desde su despacho del Ayuntamiento, por cierto, se puede contemplar una pancarta que reclama el concierto con Osakidetza, del que sí disfrutan las zonas sanitarias de Las Merindades limítrofes con Euskadi. «Siempre lo hemos reclamado. Más que nada por las relaciones familiares y sociales: si nos ingresan en Cruces, la mayoría tendremos más parientes cerca que en Burgos».
El matadero municipal, que da trabajo a nueve personas, está en el Polígono Industrial Las Merindades, cerca de la fábrica de las patatas fritas Los Leones y de los cartonajes Lantegi. De las 737 toneladas que se sacrificaron aquí el año pasado (el 76%, de vacuno), prácticamente la mitad justa fue a parar a carnicerías vascas: Bilbao, Barakaldo, Llodio... Y ahí todo el mundo implicado en este proceso añade una necesaria puntualización: de la otra mitad, la que se vendió en establecimientos de Las Merindades, bien puede haber un 80% que acabase en las neveras de los visitantes vizcaínos, en esta comarca de censo elástico que engorda los fines de semana y se dispara en verano de 22.000 a 120.000 habitantes. Villarcayo más que quintuplica su población en vacaciones, al pasar de 4.200 a unos 23.000. «Y aquí los vizcaínos tienen costumbre de comprar mucha carne. Muchos la congelan. Nuestra carne tiene mucho reconocimiento social y es algo que los veraneantes y visitantes traen muy interiorizado», comenta el alcalde.
Son las once de la mañana de un martes y los cuatro empleados del turno ya han completado el sacrificio del ganado ovino: 83 corderos, cuyas canales cuelgan en la cámara de enfriamiento. En las cuadras aguardan tres cerdos –incluida una hembra enorme, destinada a embutidos, que alcanzará los 269 kilos en canal– y siete cabezas de vacuno, entre las que destacan dos tudancas de espectacular cornamenta traídas de Llodio. «Esta misma mañana ha salido un camión con trece canales para Bizkaia. Y algunas de estas también irán para allí. A nosotros, Bizkaia nos ha salvado el matadero: si no, sería inviable», resume el encargado, José Augusto. Tanto él como el alcalde coinciden en destacar la importancia de la proximidad. «Cuando un animal se ve sometido a traslados largos, sufre olas de estrés, de deshidratación, y su carne empeora. Aquí la mayoría viene de un radio de treinta kilómetros y eso se nota», apunta el regidor. «Y, desde luego, no se puede comparar con la carne importada de Polonia en piezas, que es más barata pero no tiene la misma calidad –añade José, y señala a dos de las novillas–. Estas son de aquí mismo».
–¿Del pueblo?
–Ahí está la granja –responde, extendiendo el brazo hacia un tejado cercano.
Los mataderos siempre han sido instalaciones que la mayoría de la población prefiere no conocer por dentro. Esa sensibilidad ha ido a más y podríamos decir que, hoy en día, nadie quiere pensar siquiera en lo que se hace entre estas paredes, y mucho menos cuando tenemos sobre el plato algún resultado de ese trabajo. «Yo estoy en esto desde los 19 y ahora tengo 49. Cuando dices que trabajas en un matadero, la gente piensa que tiene que ser un empleo muy duro, y es verdad: siempre andas pringado, con olores... Pero estos trabajos alguien los tiene que hacer», plantea uno de los operarios, Diego Ruiz. Y un compañero socarrón le responde: «Sí, ¡tú y yo!». A lo mejor es una pregunta impertinente, pero... ¿les da pena? «A mí, cuando sacrificamos algún caballo. Nunca lo he comido, y una vez me invitaron a probar el burro y no quise», admite José. «Al principio sí, claro. Los corderos, sobre todo», añade su hijo, Jonathan Augusto.
La cultura dominante, cada vez más urbana y alejada del sector primario, hace que nos resulte duro y nos llegue a acongojar lo que para nuestros abuelos era natural, rutinario. Y eso sucede incluso entre carnívoros. Alrededor de esta frontera entre la vida y la muerte se multiplican los impactos sensoriales: el chasquido seco de la pistola de perno cautivo para sacrificar a las vacas, el rojo intenso de la sangre sobre el suelo pudorosamente verde, las nubes de vaho que brotan de las canales, ese olor del cerdo chamuscado que parece atravesar el tiempo desde la matanza de los abuelos... «Pocos mataderos chamuscamos ya con soplete. Ahora se suelen meter los cerdos en una escaldadora de agua caliente, pero, claro, de esa manera los cueces. Mucha gente de Bizkaia nos trae cerdos porque los chamuscamos así y la carne sabe distinta», explica José. Después, una máquina flageladora completa la tarea. Los operarios faenan con cuchillos afiladísimos y sabiduría anatómica: por ejemplo, desuellan minuciosamente las reses para dejar esas piezas que se acomodan ya a nuestra idea, más tranquilizadora, de la carne. «Después aún nos queda hacer la casquería: limpiar callos, patas, morros...», repasa Jonathan.
–¿Y estas pieles de vaca se destruyen?
–Esto, y el sebo, va todo a Bizkaia.
Gipuzkoa, con cuatro mataderos en activo (los de Tolosa, Oñati, Zestoa y San Sebastián), ha asumido el protagonismo del sacrificio de ganado en Euskadi. En la comunidad funcionan además tres centros dedicados específicamente a las aves y los dos pequeños mataderos vizcaínos: el de Carranza, para ganaderos del municipio, y el inaugurado el año pasado en Orduña, que trata de paliar en alguna medida el vacío que dejó el cierre en 2021 de las instalaciones de Llodio. La escasez de mataderos en Bizkaia y Álava es un signo más de la honda transformación que atraviesa el sector: la cabaña vizcaína ha perdido 20.000 cabezas en una década, se importan grandes cantidades de carne desde países como Polonia y se ha disparado la demanda de reses vivas por parte de Marruecos y Argelia.
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