En este oficio, resulta inevitable que de vez en cuando se produzcan roces o incluso encontronazos más serios con las fuerzas de seguridad. Muchas veces, a policías y periodistas nos toca trabajar los unos al lado de los otros en momentos de incertidumbre y tensión, juntos pero no revueltos, y a veces los nervios pasan factura y la cosa acaba en choque de trenes. A mí me han llevado detenido más de una vez, aunque nunca he llegado al calabozo, y en estos cuarenta años he tenido siete denuncias por desobediencia a la autoridad: después siempre me cae pagar 180 euros y los cafés, porque suelo terminar en el bar con los que me han empapelado, que la mayoría de las veces han acabado siendo amigos míos. Pero solo una vez me han esposado, el 29 de agosto de 1991. No se trata de un día cualquiera, porque fue una fecha clave en la historia del terrorismo en el País Vasco.
A aquellas alturas ya se había acabado la Aste Nagusia, pero seguían funcionando las barracas en el parque de Etxebarria. Era jueves por la noche y estaba aquello lleno de gente. Y justo allí, en medio del ambiente de fiesta y de los bilbaínos que disfrutaban del final del verano, habían quedado los miembros del Comando Bizkaia de ETA, porque en mitad del lío siempre resulta más fácil pasar desapercibido. La Ertzaintza andaba detrás de ellos, con agentes de paisano vigilándolos, pero las cosas se torcieron, y mucho. Los terroristas los detectaron, iniciaron una huida, fueron a montarse en un coche que tenía una persona dentro y dio la casualidad de que era uno de los ertzainas del dispositivo. Se organizó una buena balacera que acabó con un etarra muerto, otro herido y un agente también herido, Alfonso Mentxaka, que fallecería días después.
Yo estaba en casa, pero andaba muy pendiente de lo que pudiera pasar, porque sabía que tenían un operativo en marcha. En cuanto me enteré de que había traslados al hospital, salí pitando hacia Basurto y justo pillé la llegada del etarra herido, José María Mendinueta. Cuando abrieron las puertas de la ambulancia, aproveché para hacer una foto por encima de las cabezas de todos. Fue en ese momento cuando un ertzaina se volvió contra mí. Me quiso quitar la cámara y yo, lógicamente, me negué. Me puso contra la pared, me esposó y me metió dentro de un coche de la Policía Municipal que había allí. Y ahí me quedé, solo y esposado.
A los veinte minutos, vino un coche de la Ertzaintza y me llevó a la comisaría de la calle María Díaz de Haro, justo donde estaba el centro de operaciones. Me he visto en muchas situaciones extrañas a causa de este trabajo, pero aquella fue una de las más surrealistas y también de las más desagradables: los ertzainas clavaban la mirada en mí, convencidos de que yo estaba detenido por ser parte del comando. ¡Los que me conocían se quedaban con la boca abierta! La atmósfera en la comisaría era como una olla a presión, porque hasta entonces no había habido un enfrentamiento entre la Ertzaintza y ETA, así que todo el mundo llevaba la preocupación en la cara. Todos tenían muy claro que esa noche marcaba un antes y un después, que las cosas iban a cambiar mucho y los terroristas empezarían a atentar contra la Ertzaintza.
«Hasta aquí hemos llegado»
Me bajaron para meterme en el calabozo y me negué a entrar. «Hasta aquí hemos llegado –les dije–. No estoy dispuesto a que me encerréis ahí solo por hacer mi trabajo». ¿Cómo que tu trabajo?, preguntó uno, y entonces empezaron a darse cuenta de que yo no era un terrorista y no pintaba nada allí. Me preguntaron por qué me habían detenido, hicieron llamadas, empezaron a bajar jefes... Y yo, mientras tanto, venga a pedir que me devolviesen la cámara, la cámara, la cámara... Mientras tanto, en el periódico ya se habían mosqueado, porque hacía mucho rato que nadie sabía nada de mí: eran otros tiempos, sin móviles, y no resultaba tan sencillo enterarse del paradero de la gente. Cuando supieron que estaba detenido por la Ertzaintza, el director, que entonces era José Antonio Zarzalejos, llamó directamente a Atutxa para ver qué estaba pasando. ¡Se montó una buena!
Al final me echaron a empujones de la comisaría, ya de madrugada, justo cuando llegaba Zarzalejos en un taxi. Por la mañana me llamaron para decirme que me devolvían la cámara: habían revelado el carrete y me entregaron el negativo, así que al menos me habían hecho parte del trabajo. El sábado se pudo publicar por fin la famosa foto de la ambulancia y, en un rincón de la página siguiente, también salió una columnita con el titular 'Detenido un reportero de EL CORREO por tomar fotografías'. Luego el ertzaina que me arrestó me lo recordaba siempre que me veía, pero bueno, ahora que no nos escucha nadie, tengo que reconocer que yo le correspondí liándole alguna tangana.
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