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Un pub irlandés a media tarde puede ser el lugar ideal para la muerte. Para hablar de ella, se entiende. Especialmente cuando los invitados a la sesión ven en la guadaña más ilusión y vida que final y cenizas. En uno de los salones del ... local, les espera una mesa con bollos y pastas, iluminada por la luz de unas velas aromáticas. Mensajes de realidad y esperanza se reparten sobre el tablero. Funeral, recuerdos, familia... Poco a poco, van llegando los asistentes. Un experto en cuidados paliativos, una joven viuda, dos chavalas guerniquesas que sueñan con revolucionar las pompas fúnebres... Una enfermera irlandesa, Naomi Hasson, dirige el encuentro. «Bienvenidos a esta nueva sesión del 'Death Cafe'», les recibe con una cálida sonrisa. El café de la muerte, que es en realidad una festividad de la vida, se sirve hoy en Algorta, en el corazón de Getxo.
No hay espiritismo, ni ritos satánicos. No se trata de regodearse en el dolor propio ni de hacer una sesión de catarsis colectiva. Ni siquiera es un grupo de duelo. Definitivamente, no. Los cafés de la muerte, un movimiento que comenzó en Londres y se está extendiendo poco a poco por el mundo, son un canto a la vida, un espacio para la reflexión sobre la existencia humana, que sirve para poner en valor el final del camino como un argumento no para el dolor y la pena, sino para el disfrute pleno del momento. La primera experiencia de este tipo se organizó en Vitoria hace dos años. Desde entonces, el movimiento se ha ido extendiendo, de momento muy lentamente, a municipios vascos como Zarautz, Mungia, Santurtzi o Getxo.
El encuentro al que asiste EL CORREO está programado para las seis de la tarde en un local muy animado con varias estancias, ninguna cerrada. En una de ellas se celebrará la sesión. A la invitación de la fundación Doble Sonrisa, promotora del acto, han respondido hoy trece personas. Es solo una negra casualidad, porque en la mesa preparada al efecto no hay sitio para supersticiones. Doble Sonrisa es una fundación vasca, promovida por profesionales del ámbito sanitario, entre otros, que trata de difundir la importancia de valores tradicionales, como la familia, el cariño y el consuelo al final de la vida. Forma parte de un movimiento internacional llamado Ciudades Compasivas, que pretende ayudar a vivir mejor la enfermedad terminal a través de los cuidados sociosanitarios. Los 'death cafes' buscan dar normalidad a la muerte.
80% de los enfermos terminales preferiría recibir atención especializada en su casa, pero ésta no es una opción que esté al alcance de todos los moribundos. Aunque la situación en Euskadi es algo mejor que en el conjunto de España, la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL)estima que 75.000 personas fallecen cada año en España en condiciones dignas, mientras otras tantas mueren con dolor.
Voluntades anticipadas. Casi 20.000 vascos han definido por escrito las atenciones que desean y no desean recibir al final de su vida, según consta en el Registro de Voluntades Anticipadas, creado en 2004. Los debates sobre cuidados paliativos y/o eutanasia ha aumentado las inscripciones en los últimos años.
Ciudades Compasivas. El movimiento organizador de los 'Death cafes', que a nivel internacional se llama 'Ciudades Compasivas', comenzó en Euskadi hace dos años, concretamente en Vitoria. Desde entonces ha llegado también a Mungia, Santurtzi, Getxo y Zarautz.
Hay ruido en el pub, porque es una de las horas de más movimiento en la calle, pero es algo buscado. Se hace así para quitar hierro al asunto. A la mesa, podría sentarse cualquiera de sus clientes, pero no hay curioso que se atreva a cruzar semejante umbral. Entre las velas y la existencia de un cartel con la leyenda 'Porque yo importo', lema de la última jornada nacional de cuidados paliativos, la cosa impone.
«Antes, hablar de sexo era un tabú. Nadie lo hacía. Ahora lo que parece prohibido es hablar de la muerte», argumenta Naomi Hasson, que recibe a los participantes con un cálido «bienvenidos». Pone las normas de la sesión sobre la mesa. «Somos personas con ideas y procedencias muy distintas. En este ámbito, toda opinión es respetable, pero –eso sí– se pide a los presentes confidencialidad con lo dicho y respeto».
Los participantes se presentan. Julia Pérez, getxotarra, rompe el fuego con sinceridad. «He visto la muerte y reconozco que la tengo miedo. Esa es la verdad y una de las razones por las que vengo», confirma. «Quiero dejar de temerla». Desde Sondika llega Jorge Olivier, que defiende su condición de payaso profesional. «La gente cree que somos los que nos dedicamos a hacer reír, pero para nada es así. También podemos dar mucho miedo. Lo cierto es que, aunque parezca un contrasentido, cuando más payaso se es en la vida, más auténtica es una persona».
La conversación gira en un primer momento en torno al final de la vida y la necesidad de empatía y solidaridad del moribundo. Elena Olano, vecina de Berango, se queja de que «vivimos de espaldas a la muerte, en una sociedad donde el lema es 'Sálvese quien pueda'. Yo también he dicho muchas veces 'Carpe Diem', pero no lo comparto», defiende. Otra compañera de mesa, Teresa Aranguren, protesta porque hablar de la parca en público le convierte a una, según dice, «en una amargada».
La muerte, que en otro tiempo unió a las familias en los hogares, se ha trasladado ahora a los hospitales, donde, según los tertulianos, no siempre se le concede el respeto que merece. «¿Es el hospital el lugar ideal para morir?», plantea la moderadora. «Preferiría fallecer en mi casa, rodeada de los míos y viendo el Serantes», contesta una participante, que quiere mantener el anonimato. «Si alguien ha tenido horror a la muerte, era yo. Con el tiempo, he dejado de temerla, pero me sigue aterrando la idea de que pueda aplicarme terapias que me generen más dolor». «Eso es encarnizamiento terapéutico», le contesta Jesús Sánchez, médico especializado en la atención al final de la vida. «Eso es el abandono», insiste. «Si hubiera cuidados paliativos para todos los moribundos que los precisan, eso que dice no ocurriría».
Elena Olano tiene una historia muy distinta sobre otra larga agonía, la de la madre de una amiga en el hospital de Cruces. «Cada vez que el personal sanitario abría la puerta, entraba la luz. Fue un final precioso». El especialista médico media para hablar sobre la manera en que influye la actitud vital de cada uno en el afrontamiento de la muerte. «¿Creéis que está escrito el día en que nos vamos a morir», pregunta en un momento Criss Ortega, de Algorta. No hay espacio para más. «Tema para la siguiente sesión», zanja la moderadora. No pasa nada. En quince días, habrá tiempo para otro café. Otra vez estará de muerte.
Irati tiene un sueño. Quiere que los funerales dejen de ser tan tétricos como se viven en la iglesia y tan fríos como se brindan en los tanatorios. Junto a su amiga y, ahora también socia, Miriam Gaztelumendi, están poniendo en marcha una nueva forma de negocio, que pretende ofrecer al fallecido (y a su familia, se entiende) el entierro con el que siempre soñó. Puede ser una fiesta por todo lo alto o un acto íntimo frente al mar, lo que sea. Usted sólo tiene que morirse, ellas se ocupan del resto.
Asistir a los cafés de la muerte, como vienen haciendo en los últimos meses, les ayuda a definir el proyecto Allegra, que es como se va a llamar la revolucionaria funeraria de estas dos guerniquesas. «El mercado está invadido por grandes empresas y compañías de seguros;y ninguna de ellas da respuesta a una demanda, que nosotras creemos que es amplia».
Sus primeras clientas serán ellas. Las dos tienen pensado como quieren, a día de hoy, su despedida. «Siempre he vivido cerca de la costa. Me gustaría que mis familiares y amigos me recordaran con una comida en la playa», cuenta Miriam. Irati tiene una idea un poco más... compleja, pero no imposible. Nada lo hay para Allegra. «Querría un acto al aire libre con música en directo interpretada por la gente que quiero».
Jesús Sánchez Echaniz dejó de salvar vidas en las urgencias del hospital de Cruces para atender el dolor más brutal que puede sentirse. Desde hace cinco años, asiste a la muerte de niños en situación terminal. Cuida de sus pacientes y, sobre todo, alivia el sufrimiento de sus padres que, como es lógico, no están preparados para enterrar a la siguiente generación. Nadie lo está. Tan es así que, como dice Marcos Gómez Sancho, introductor de los cuidados paliativos en España, el diccionario reserva una palabra para definir a la persona que pierde a su padre o a la que asiste a la muerte de su pareja. Pero no para quien despide a su hijo.
«Les digo que al chaval le queda poco tiempo de vida y que, aunque sé que es duro, tienen que aprovecharlo a tope. No pueden estar llorándole antes de que se marche. Tienen que disfrutar de su presencia, porque cuando se vaya, ya no podrán hacerlo más», explica el pediatra vizcaíno, adscrito en la actualidad a la unidad de Hospitalización a Domicilio y Cuidados Paliativos. Para Sánchez Echániz, los cafés de la muerte respiran vitalidad. «Es un proceso de la vida que hay que normalizar. No se trata de coger a alguien del brazo y decirle, 'ven, que vamos a hablar de la muerte'. Pero hay que abordarla de forma serena, para que no nos la citen y salgamos llorando».
Iñaki Zabala murió a las 02.26 de la madrugada de manera súbita, mientras dormía con su esposa en su vivienda de Sestao. La vida en la casa, con una adolescente y otra niña de 10 años «dio ese día un giro de 180 grados», recuerda su viuda. «Llamé rápidamente al 112, pero no pudo hacerse nada por salvar su vida. El psicólogo nos preguntó en una ocasión si nos sentíamos culpables de algo;y Ane, mi hija mayor, muy cabalmente, le contestó '¡Claro que no! Si hubiera sido posible, no estaríamos aquí con usted, porque aita estaría vivo'». Año y medio después, escuchar la voz del profundo dolor que le causó su marcha le ha permitido comenzar de nuevo.
«Al principio, me sentía fatal y no sabía por qué. Lo superé cuando descubrí que, en realidad, una parte de mí había muerto con él. La esposa había fallecido y Maite tenía que volver a empezar». Por eso, decidió sumarse al 'Death cafe', porque vio que no se trataba de un grupo de duelo, sino de otra cosa. «¡Cómo no vamos a dar gracias a la vida! Nos agarramos a ella cuando la muerte te mira a los ojos. Sigo buscando la luz. Veo a Iñaki en cada sitio, porque era un hombre muy conocido, brillante. En la panadería, el colegio... Como les digo a mis hijas, tengámosle presente siempre, pero no dejemos que robe el protagonismo de nuestra vida».
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