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Helena Rodríguez
Lunes, 2 de diciembre 2019, 01:05
¡Halaaaa! Esa es una de las interjecciones que más se repiten entre los viajeros del autobús procedente de Gijón, recién llegado a la dársena 17 de la flamante Bilbao Intermodal. Entre los que no se creen lo que ven está quien suscribe este ... texto. No es exageración de bilbaína, en mi caso de adopción, es que me marché el miércoles de la semana pasada de una ciudad con una estación de autobuses en la que, si me apuran, no hubiese sido raro ver una diligencia y este domingo, me apeo en una infraestructura de lujo.
Con ajustes por hacer, pero que para quienes viajan habitualmente en autocar es poco menos que la Tierra Prometida. Para que se hagan una idea aquellos que no han pisado mucho aquel lamentable espacio a los pies de las torres de Garellano: a la seis de la mañana, mejor era haber pasado por el excusado en casa, porque los baños para los viajeros más madrugadores no estaban operativos. Lo que veo ahora es otra cosa. Esto brilla tanto que da hasta cosa pisar el suelo de la dársena.
No ocultaré que las más de tres horas de viaje se me han hecho largas. Había ganas de estrenar el nuevo espacio. Desde la lejanía de unos días de descanso, he seguido con avidez las crónicas de mis compañeros de la sección de Ciudadanos. He escrutado cuantas fotos y vídeos de han colgado en la web de EL CORREO y con cada una de ellas me daban más ganas de pisar estos pasillos relucientes. No es que sea de ilusión fácil, que también, es que desde hace 22 años la nueva estación era esa meta de la que todos hablan pero nunca llega. Las dos Termibus que hemos sufrido en Bilbao no me han dado más que esperas al frío nocturno, apelotonamientos humanos ante maleteros cuyo acceso para los amigos de lo ajeno era demasiado fácil y otras experiencias poco afortunadas. Entre ellas, esos baños angostos y congeladores en invierno o aquellas consignas escasas y siempre llenas que obligaban a fiar la maleta en la casa de algún colega. Ninguna de aquellas instalaciones era digna de una ciudad que en estas décadas se ha coronado como una urbe moderna y comprometida con la movilidad. Pero eso se ha acabado (aplauso lento).
Así que cual niña con zapatos nuevos, me dispongo a conocer la Bilbao Intermodal. La entrada se complica y añade cierta emoción. Tras pasar la barrera, el conductor se ve obligado a realizar algunas maniobras más de lo esperado. Una sucesión de marchas atrás, pequeños avances y giros de volante que confirman lo que ya le habían dicho al profesional, que también accedía al equipamiento por primera vez.
- ¿Y esas maniobras? ¿Ha sido por el estreno?
- Sí … y no. Es que el acceso es un poco estrecho y, aunque me habían avisado, me ha costado hacer el giro. Hay otro, más adelante, que también es ajustadillo, pero bueno, nos dejaremos el morro un par de veces y luego ya sin problemas jajajaja.
Su amplia sonrisa al final de la justificación anuncia un elogio: «Por lo demás, está perfecta, eeeeh». Ya en tierra, es inevitable pensar que en realidad el miércoles 27 de noviembre despedí una estación del siglo pasado y este domingo estreno una del futuro. Eso sí, un futuro en el que hay gente... mucha. No recuerdo tanta en las predecesoras. Será que nos han entrado a todos las ansias de viajar en autobús de repente. La cola para acceder a una de las dársenas interrumpe el paso a los que regresamos y queremos acceder a las escaleras mecánicas. Sorteando usuarios y ya en la planta de arriba, un amable chico de seguridad indica cómo llegar a las taquillas y demás servicios.
Localizar los baños cuesta un poco. Una vuelta completa. Dos. Por el camino, la mirada se entretiene en la cafetería, que da muchísimas ganas de sentarse a tomar algo. Vamos, igualito que pasaba en las anteriores estaciones -una ironía que ¡ojo!, nada tiene que ver con los profesionales que en ellas trabajaban-. Finalmente, los carteles de wc me llevan a sus puertas. Personal de la estación guía a otra viajera y en una de esas conversaciones de baño tan típicas como tópicas, ambas coincidimos en que quizás los indicadores deberían ser un poco mayores. Una vez dentro, ambas volvemos a coincidir que «el ser humano es un cerdo», ante la profusión de higiénico tirado por el suelo. Es difícil mantener en condiciones un espacio por el que circulan tantos viajeros al día, más si ellos mismos no ponen de su parte. La lucha de siempre con la que también habrá de lidiar la recién nacida infraestructura.
Antes de salir de las instalaciones observo las colas ante los tornos de acceso. No son exageradas y el personal de la estación se afana en resolver dudas. En el punto de información, también hay cola. La chica que está de turno es concisa. «Estamos trabajando a destajo» y apostilla como pidiendo perdón y en un susurro: «Es que además de ser todo esto nuevo, la gente muchas veces no escucha». Otra vez la obcecada conducta humana.
Un paso por la taquillas para comprobar dónde están y cómo funcionan pone fin a este estreno de la Intermodal. Para qué ocultarlo, a estas alturas y pese a que necesita algunos ajustes (perchas en los baños, por favor), cumple todas las expectativas. Quizás sea un pequeño paso para la Humanidad, pero no cabe duda de que es un gran avance para Bilbao.
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