Aunque es sábado y parece ya primavera, Bilbao anda con prisa. Hay paseantes, pero casi todos con un razón. Hacen compras. Tienen algo en común: el temor al coronavirus y, sobre todo, a una situación que nunca han vivido. El cierre de su ciudad. ... Hasta ayer pensaban que el virus era eso que atascaba el ordenador. Bastaba con pasar la fregona con un programa informático. Ahora, el virus es una pandemia sin vacuna. Para una sociedad acostumbrada a consumir tabaco en cajetillas donde se alerta de que fumar mata, el coronavirus es como un salto al vacío. Así está Bilbao. Con las persianas bajadas. Con los bares vacíos. Con miradas casi furtivas entre los peatones que se cruzan. Casi todos han salido a la calle para comprar algo y poder así encerrarse. A cubierto del virus.
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En la calle Sombrerería, en el Casco Viejo, la propietaria de un local aún abierto habla con una clienta. «A mí no me pueden prohibir que cruce la calle para ir a atender a mi madre, que prefiero que no salga de casa», dice. Su amiga cuenta lo suyo: «Es que ayer todavía estaban abiertos los gimnasios. Y eso que desinfectaban las colchonetas después de cada sesión. La dueña me dijo que al final lo iba a cerrar porque no quería ser responsable de ningún contagio». El virus ha infectado todas las conversaciones.
Cerca, la iglesia de los Santos Juanes tiene las puertas abiertas, pero ningún feligrés. La fe se puede practicar en privado. No hay agua en la pila. Que nadie se bañe en el 'bicho'. En un lateral, la farmacia Zubiri aplica ya un protocolo de prevención. Las dependientas atienden con mascarilla y están distanciadas de los clientes por una cinta. A más de un metro. La frontera. 'Respeten la distancia'. En otras farmacias pasa igual. Y todas advierten de que no disponen ya de mascarillas, geles antisépticos, alcohol... Ni siquiera hay termómetros. Un grupo de jóvenes toma el sol en las escaleras de Mallona. Quizá sea la última sesión en varias semanas. Cruzan dos transportistas que llevan en un carro una televisión enorme para algún vecino que ya ha comenzado su encierro. Al menos, la tele le abrirá una ventana al mundo.
El mercado de La Ribera sí tiene algo de bullicio. Hay que alimentarse. Pero la zona de poteo está a dos velas. Enfrente, la panadería 'Kurrusku' reparte bollería y café. Un ciudadano lee el relato del virus en un ejemplar de EL CORREO. Traga café y saliva. Fuera, los autobuses circulan en carreteras sin casi tráfico. Llevan la puerta delantera cerrada a cal y canto. Un cartel indica que hay que acceder por la trasera. Así se intenta proteger del contagio a los conductores. Sin ellos, no hay servicio. Como sin médicos y enfermeros no hay servicio de salud.
El mismo autobús pasa por El Arenal. El parque está casi vacío pese a los 19 grados de temperatura y al sol que anuncia el cambio de estación. La zona infantil no tiene niños. La imagen es desoladora y habla por sí sola. Difunde una sensación de ciudad desamparada. «Es lo que hay que hacer. Es la única manera de parar el contagio», coinciden dos viandantes, concienciados ya de la magnitud de la pandemia. Dos turistas franceses sacan fotos de una ciudad irreconocible.
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Ya en la Gran Vía, el viandante se topa con un desfile de persianas bajadas. Todos los grandes comercios han cerrado, incluido 'El Corte Inglés'. Las terrazas próximas a la Diputación, siempre a rebobar, son un desierto. El bar 'Monterrey', un clásico, tiene a sus camareros de brazos cruzados. Nadie a quien atenter. Lo nunca visto. Poco antes de la dos de la tarde, el lehendakari Iñigo Urkullu ordenó el cierre de todos los locales, salvo los estrictamente necesarios. Los clientes ya se habían adelantado. En la calle Iparraguirre, eso sí, un establecimiento de baños había decidido abrir. Sería para cubrir la demanda de tanto papel higiénico vendido estos días por culpa del virus.
En explanada del Guggenheim, imán turístico, sólo se ve, caminando de lado a lado, a un vigilante de seguridad. «Sí, está abierto, pero se ha notado mucho bajón. Otros sábados las taquillas están llenas y mira hoy». Nadie. Cinco turistas se calientan en la terraza de la cafetería. El museo disfruta de sus últimas horas abierto. A partir de mañana, como casi todo, le pondrá una valla al coronavirus. Un ciclista pedalea por el bidegorri que va hacia el Euskalduna. Uno solo. Y dos niños, sólo dos, ocupan el parque infantil pegado al museo. Hoy hay columpios de sobra.
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También sobran los bancos en el Parque de Doña Casilda. Sentada, una señora repasa el periódico. El coronavirus ocupa casi todas la páginas. Es invisible y está por todas partes. Dos cuadrillas de chavales apuran sus horas de libertad. «¡Han cerrado las discotecas!», se preocupa uno de ellos en voz alta. A su lado pasan dueños con sus perros. Están obligados a dejar el refugio de sus casas al menos un par de veces en día. A los canes no les afecta el virus, pero necesitan el parque para sus cosas. El ambiente en Bilbao está cargado, tenso. Hay miedo a la enfermedad y, sobre todo, a sus consecuencias. Nadie sabe aquí lo que es vivir en una ciudad cerrada.
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