
Jon Uriarte
Lunes, 17 de marzo 2025, 00:24
El niño había subido, junto a su hermano, en el 600 que conducía su madre. Pretendían pasar la tarde en el Parque de Atracciones. Pero ... en los 70 llovía mucho. Además soplaba del noroeste con aquella fuerza de cuando, como decían los abuelos, los gallegos abrían la ventana. En la anterior visita no pudieron subir a la noria a causa del fuerte viento. Pero ese día era todo el recinto. Así que emprendieron la vuelta a casa. Fue entonces cuando lo vio. Sabía de su existencia por una foto de un periódico abandonado entre las viejas revistas de la barbería. Pero contemplarlo en vivo era otra cosa. Allí estaba. El avión de Artxanda.
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En los años 70 los destinos discotequeros de moda se encontraban en Las Encartaciones. Empezando por el pionero Tulua de Ramón y María Luisa, padres del televisivo más famoso y querido, Ramón García, siguiendo con el Iris de Txema en Zalla y terminando por el Lord de Balmaseda de Tino López. Fue este último el culpable de que aquel avión acabara asomado al Botxo. Pero el niño aún no lo sabía. Lo descubrió décadas después. Cuando la naturaleza había devorado la nave, convirtiendo el lugar en una escena distópica propia del cine fantástico.
Lógicamente no era esa la idea. Tino poseía unos terrenos entre El Vivero y Artxanda y dicen que esa fue la razón por la que acabó descartando su plan inicial, que era colocarlo en Villarcayo. Se preguntarán cómo surgió aquél proyecto. Por casualidad. Alguien le comentó que vendían un DC-7 retirado, de la compañía Trans Europa, y que era una ocasión única. Sonaba a bilbainada. Y lo fue. Traerlo por carretera desde Barajas supuso esfuerzo, imaginación y dinero. Lo último resultó más llevadero gracias a Berberana, la legendaria bodega de Ollauri, que puso medio millón de pesetas, patrocinando el asunto y asegurando la presencia de su vino en el futuro restaurante. Que, por cierto, no iba a ser pequeño. Dos plantas, con mesas y barras a lo largo del avión. Era algo que ya tenía en mente Tino cuando el aparato se convirtió en noticia por la gesta del traslado.
Aunque lo más difícil, y caro, fue su aterrizaje. Los terrenos estaban. Pero no había ni electricidad, ni agua. Tocó aflojar bolsillo, rellenar papeles y gestionar permisos. Imaginen lo que pudo ser. Pues fue peor. La burocracia no entiende de sueños. Prefiere lo convencional, lo que no da problemas ni hace pensar. Y eso, sumado a que el tiempo pasaba y los inversores se desanimaban, provocó el principio del fin. Por si fuera poco, la nave sufrió varios robos, un incendio y actos vandálicos. Y así inició un progresivo deterioro y su posterior abandono. El gigante de 40 metros de largo y 30 toneladas de peso iniciaba el sueño eterno.
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Fue entonces cuando lo vio el niño de nuestra historia. Allá por 2004, ya adulto, se detuvo en el kilómetro 222 de la A-1 y descubrió algo indescriptible. El Azor, el barco de Franco que tantas veces había visto en el NODO, estaba allí. En medio de la meseta. Noqueado, decidió recuperar la cordura entrando en el restaurante que habitaba a su vera. Se llamaba El Labrador y era aún más surrealista. Fotografías del dictador, algunas inmensas, decoraban el lugar. De hecho estaban a la venta. El dueño era un tal González que había adquirido la nave, cuyo destino era el desguace, para montar un restaurante flotante. No logró los permisos, así que lo plantó en medio de la nada. De esa forma llegamos al desenlace. Un barco en tierra, junto a un restaurante de nombre Azor. Surrealista. Pero existe. Como existió el avión de Artxanda que nunca despegó. Al menos no tiene un pasado tan oscuro como el del barco. Cuentan que en él volaron personalidades y hasta un Papa. A saber. Lo único cierto es que se quedó aparcado en la ladera de un monte, imaginando lo hermoso que habría sido acoger a clientes deseosos de comer contemplando, desde allí, el ventoso cielo de Bilbao.
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