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A Luis le llevó el Covid hace un par de años. También a Carlos y a José. Otros vizcaínos con vivienda en la localidad cántabra de Argoños fallecieron antes del coronavirus. Como Daniel Paternain, de cáncer. Todos ellos se fueron sin ver la solución a ... uno de los problemas que les robaba el sueño en vida: las sentencias de derribo que amenazaban sus casas en Cantabria y que hoy siguen atormentando a sus allegados. Esta es una historia de tristezas e «injusticias» pero también de «lucha» y «dignidad».
Es un relato que aún no tiene final pero que comenzó a escribirse hace 25 años, cuando llegaron las primeras resoluciones que exigían la demolición de inmuebles que se habían levantado en Cantabria con todos los parabienes legales y todos los permisos oficiales pero que los ecologistas denunciaron porque las administraciones tramitaron proyectos que violaban la normativa ambiental o urbanística.
Aunque, en realidad, el contexto en el que se desarrolla este doloroso asunto, que mantiene atrapadas a unas 430 familias vizcaínas, comenzó a gestarse un poco antes. El prólogo nos remonta a 1995, cuando finalizaron las obras de la autopista A-8. Un conductor podía ir ya de Bilbao a Laredo en poco más de 40 minutos, dejando atrás la tortuosa nacional que serpenteaba por la costa en una sucesión imparable de curvas. En resumen: una revolución para la movilidad entre Euskadi y la comunidad vecina. Esto hizo que muchos vascos, sobre todo de la Margen Izquierda, se lanzaran a comprar una segunda residencia en Cantabria. «Buscábamos un lugar donde descansar en vacaciones y ver crecer a nuestros hijos», cuentan César Aparicio y Auxi Guerrero, vecinos de Deusto. La nueva carretera alimentó también el sueño dorado de los constructores. Pueblos que antaño fueron minúsculos, como Noja o Arnuero, vivieron una efervescencia inmobiliaria sin precedentes, triplicando su censo. Los ayuntamientos y el Gobierno regional, en cierta forma, alentaron esta fiebre del ladrillo. Entre 1995 y 2003, el consejero de Obras Públicas, Vivienda y Urbanismo fue Miguel Ángel Revilla. Su firma figura en muchos de los permisos de las urbanizaciones que están condenadas a la piqueta. Esos documentos son hoy papel mojado. «Pero él sigue por ahí, en televisión, sin que casi nadie sepa el muerto que aquí nos dejó», se rebela Aparicio.
«Ese es nuestro drama. Que compramos unas casas con todo en regla y que, de la noche a la mañana, nos encontramos con una orden de derribo tras un proceso judicial en el que ni siquiera pudimos personarnos como afectados, al ser un pleito entre las administraciones y los ecologistas. En cierta forma, somos víctimas de una estafa institucional», explica Juan Luis Urrutia, de Santurtzi.
Desde hace un cuarto de siglo, este colectivo vive «en un limbo». Ni las administraciones condenadas derriban sus casas (por una mezcla de pudor y falta de recursos, ya que tienen que costear las demoliciones y las indemnizaciones), ni tampoco las regularizan (numerosos planes han fracasado por la negativa de los jueces y la intransigencia de los conservacionistas). «Estamos en un sinvivir. Y nos hacemos mayores. Muchos de los que empezaron con nosotros en la pancarta ya no están. Es como si nos hubieran robado el tiempo y, sobre todo, nos han quitado a tantos amigos... 217 de los nuestros han muerto en estas dos décadas», se duele Antonio Vilela, también de Santurtzi.
Estas 430 familias han tenido que superar muchos obstáculos en el largo camino que aún siguen transitando. Una de la cosas que más les ha dolido son los estigmas, las etiquetas que se les han colgado. «Al principio, la gente pensaba que habíamos sido avariciosos y que habíamos comprado casas de saldo, a sabiendas de que eran ilegales», cuenta Auxi. Nada más lejos de la realidad.
Otro de los sambenitos que en su momento arrastraron fue que se corrió el bulo de que se trataba de gente con dinero. «Nos decían que éramos pudientes, ricos, cuando realmente somos personas normales, que invertimos los ahorros de toda una vida en una segunda residencia», afirma Vilela, trabajador de Altos Hornos. Al igual que el baracaldés Félix López, obrero metalúrgico jubilado. «Hemos sacrificado mucho en esta lucha pero no vamos a parar», se conjura.
Los afectados creen que el hecho de ser vizcaínos también les ha perjudicado. «Hubo un tiempo en el que éramos 'los de fuera' y como no votamos, a los políticos cántabros les dábamos igual», cuenta María Teresa Panizo, de Santurtzi. La creación de la Asociación de Maltratados por la Administración (AMA) supuso un punto de inflexión en 2005. Las protestas se recrudecieron. «Hemos ido cientos de veces a Santander, muchas a Madrid e incluso a Bruselas... Hemos hecho encierros en polideportivos, marchas a pie, manifestaciones, fiestas reinvindicativas, plantado árboles, concursos de pintura, perseguido a Revilla...», cuenta Emilio Miranda, jubilado de la Bridgestone de Basauri.
217
socios de la Asociación de Maltratados por la Administración (AMA), creada por los afectados, han muerto sin ver la solución. En algunos momentos, AMA ha tenido hasta 4.000 miembros.
Con el tiempo, han pasado de ser vistos como «culpables» a víctimas. Esta condición ha sido reconocida, incluso, mediante sentencia judicial. Un juez cifró los daños morales y el sufrimiento padecido en 6.000 euros por familia. «Tratas de vivir lo mejor que puedes, que no te afecte, aunque siempre tienes esa cosa por dentro», dice Alicia Rosillo, de 75 años. La mayoría ha optado por no realizar ninguna mejora en casa «porque la amenaza de derribo siempre está ahí».
La mayoría de las 430 familias sigue en la pelea pese al desgaste. «Continuamos luchando porque creemos que es lo justo y no pararemos mientras nos queden fuerzas». La nueva presidenta cántabra, María José Sáenz de Buruaga, ya les ha recibido y promete buscar una salida a este atolladero. «En dos décadas, han pasado ya muchos presidentes y todos con muy buenas palabras para después nada. Nos hemos ilusionado tantas veces...», concluye Auxi.
En 25 años, los afectados no han logrado anular las sentencias de derribo ni regularizar sus casas, pero sí han conseguido varios convenios y que las administraciones cántabras reconozcan que son las responsables de su situación. Desde hace unos años se trabaja en tres vías para intentar zanjar el asunto: legalizar, una permuta (casa demolida por vivienda nueva en otro punto) o el derribo y posterior indemnización. Las familias prefieren la primera opción pero no hay avances.
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