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Hay pocas cosas comparables con el aire desangelado que tiene una gran infraestructura blanca un día de sol cuando no hay gente a la vista. Es como un quirófano grande y brillante. Es como el aeropuerto de Loiu ayer en la zona de llegadas, o ... en el corredor que une la terminal con el aparcamiento. De fondo, el eco de las pisadas propias.
Esos espacios permanecían vacíos porque el movimiento de viajeros -menor, en todo caso, que cualquier otro domingo- estaba arriba, donde las salidas. A media mañana había muchos franceses y alemanes a punto de embarcar en vuelos de Air France y Lufthansa. «Hoy tenemos muy poco movimiento, y casi todos son extranjeros». Lo decía, atrincherada tras el mostrador muy alto, al otro lado de una cinta blanca y roja, pero aún así sonriendo, la responsable de Información.
Un alemán llamado, naturalmente, Otto, estaba entre ellos. Había adelantado un día su regreso a casa junto con su hijo porque aquí no hay nada que hacer. «Sin museos, sin bares, sin restaurantes... Todo cerrado», y abría los ojos y los brazos como para abarcar la nada. Es lo mismo que hizo mucha otra gente: anticipar su vuelo de vuelta ante el vacío con el que se encontró por el estado de alarma. Confirmaban el fenómeno en el mostrador de Vueling.
Ni qué decir tiene que una proporción importante de la gente que estaba en Loiu llevaba mascarilla. Los asiáticos, casi todos. Pero Ivan, Javi, Igor, Julen y Carlos, no. El caso de este grupo de jóvenes es rarísimo. Son navarros, trabajan en una ingeniería y estaban a punto de salir hacia China. Sí, hacia China. ¿No tienen miedo? «Qué va. Más bien son ellos los que tienen miedo de nosotros. Vamos a tener que hacer cuarentena en un hotel de Pekín antes de seguir viaje hacia Mongolia Interior, a donde vamos a montar una máquina». Quién iba a decirles hace muy poco, sólo una semana, que serían los chinos quienes les sometiesen a ellos a esta medida para protegerse del coronavirus.
todos en casa
Porque si algo a traído la pandemia, además de una crisis sanitaria sin precedentes, es confusión. Qué bien lo saben Iratxe Renteria y Xabier González de Mendoza. El sábado deberían haber salido a pasar una semana en Maldivas, el edén despreocupado, pero «aquí, en el aeropuerto de Bilbao, el personal de Iberia no nos permitió embarcar». Les reclamaron «un certificado médico conforme no estábamos infectados y una autorización de inmigración». Claro, ellos no tenían ni una cosa ni la otra porque «en el país de destino no había ningún tipo de restricción a españoles». Esto último se lo confirmaron «en el hotel y en el consulado de Maldivas». Pero, con las líneas colapsadas, no pudieron solucionar el lío. «Lo hemos perdido todo, y la gente que viajaba desde otras procedencias ya está en el hotel». Ayer peregrinaban entre ventanillas para interponer una reclamación.
Pero repetimos: lo que más había en el aeropuerto eran extranjeros. Y lo que más había en la Intermodal de Bilbao también eran extranjeros para tomar el autobús en dirección a Loiu. «Hay una cantidad inusual de gente de fuera, y muy poca de aquí», certificaba Pedro desde el mostrador de Bizkaibus. «Y hay mucho despistado». ¿Cómo? «Por ejemplo, muchos no saben que no aceptamos dinero en metálico, que hay que pagar con tarjeta». En este sentido, se produjo un suceso bonito: cuando un hombre africano que no disponía de tarjeta escuchaba desencajado que no podría viajar, una mujer que presenciaba el episodio se hizo cargo del abono. «Fueron tres euros, y ella no se los quiso coger. Es emotivo cuando pasan cosas así».
La Intermodal, por lo demás, estaba casi vacía. En la zona de espera que hay frente a los tornos de acceso, a mediodía, ocho personas se distribuían en los asientos haciendo una cuadrícula perfecta. Equidistantes unos de otros. Manteniendo una muy conservadora distancia de seguridad. Los baños estaban muy limpios, aunque en una de las tazas alguien había arrojado unos guantes de latex, circunstancia que movía a reflexionar sobre cómo es posible que haya gente tan minuciosa para unas cosas y tan zote para otras.
Abajo, en la zona acristalada de espera junto a las dársenas, estaban Chiwing Ha y Omwu Choi, coreanas, peregrinas y sonrientes tras sus mascarillas. Se iban a San Sebastián, luego a París, y de allí de vuelta a Seúl. Estaban contentas porque habían logrado terminar el Camino de Santiago por los pelos antes del estado de alarma, y se felicitaban por lo limpio que estaba todo aquí.
Eso es gracias a Mónica y Consuelo. Las profesionales de la limpieza que vigilaban las instalaciones. «Nos centramos en los lugares que más toca la gente: pasamanos, asientos... Y también nos ocupamos del interior de todos los autobuses que llegan». Un trabajo minucioso. «Menos mal que hay muy poca gente: nunca había visto esta estación tan vacía desde que se inauguró».
Aún menos movimiento había en la terminal de trenes en Abando. Claro, por allí apenas pasan extranjeros, a no ser para hacerle fotos a la vidriera. «Cuando yo vine, a primera hora de la mañana, sólo había tres personas en mi vagón», informa Joseba, guardia de seguridad. Luego, «llegaron trenes vacíos». Sí pasan por el lugar personas que viven en la calle y que no pueden atender la orden de quedarse en su casa. También algunos señores mayores algo pícaros. «Como no hay bares vienen aquí, a la máquina de café que hay en el autoservicio. Hay que tener poca cabeza...».
Esta es otra de las constantes de ayer: el reproche público a quienes ignoraban las medidas de precaución para contener la epidemia. Porque el asunto concierne a todos. Ya se sabe que los proyectos comunes y las causas compartidas unen mucho a la gente. Pero la vulnerabilidad compartida la une aún más.
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