Toni se afana en cuidar las hortalizas que se cultivan en el invernadero del centro terapéutico y que se han convertido en su motivo de orgullo Yvonne Iturgaiz

Adictos a la vida

37 pacientes plantan batalla a la droga desde la seguridad que brinda Gizakia, la comunidad terapéutica de Gordexola, ajena hasta ahora a la propagación del coronavirus

Raúl tiene 42 años y muchas ganas de pasar página. Su vida ha sido un carrusel de altibajos que se torció desde que, con apenas 20, empezó a trabajar de noche como guardia de seguridad. Anfetas y porros eran su combustible para aguantar erguido cincuenta ... horas seguidas. Aún así trató de ponerle remedio, «comprendí que no se podía trabajar con un arma y llevar ese tipo de vida». Le funcionó un tiempo. Se casó, ascendió en el trabajo, entró en el sindicato... Pero las presiones del día a día dinamitaron, una por una, sus defensas. «No me daba la vida y poco después lo perdí todo». Raúl cayó entonces en una espiral de autodestrucción. Pasó por el área de Psiquiatría de Cruces, por centros de día... «Quería dejarlo, pero es que no podía. ¿Cómo, si había veces que me metía 10 gramos de 'coca' en un día».

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Cuando llegó a Gizakia, la comunidad terapéutica para drogodependientes de Gordexola, lo hizo a la desesperada. No era la primera vez que escuchaba «cambia de amigos, cambia de ambiente»; pero fue aquí, confinando bastante antes de que llegara el Covid-19, donde ha aprendido a gestionar sus emociones. Nadie dijo que fuera fácil. «Hay veces que me levanto y pienso: '¡Joder, vaya día de mierda'. Pero si algo he aprendido estos meses es que hay más días». Sabe que los que tienen una adicción lo quieren todo y lo quieren ya, y que su prioridad ahora es aprender a cabalgar ese tigre.

Raúl es uno más de los 37 adictos -son 40 plazas, pero llevan un mes sin ingresos por la pandemia- que buscan una segunda oportunidad en la antigua residencia de las Hijas de la Caridad. 'Una persona, un futuro', se puede leer a la entrada, entre prados donde pastan vacas, ermitas y una pérgola de la que cuelgan mimosas. No es una narcosala. Sus inquilinos han hecho propósito de enmienda y pasado por programas de desintoxicación. Llegan aquí derivados de centros de salud mental, de psiquiatría, de módulos psicosociales, también de centros penitenciarios de Álava y de Bizkaia. La cocaína y el alcohol son sus principales adicciones. Tienen una media de edad de entre 35 y 40 años, y sólo el 8% de los que llegaron el año pasado tenían un trabajo por cuenta ajena. Más de la mitad carecía de ingresos económicos que no fueran la asignación familiar.

El coronavirus no ha supuesto un cambio para ellos, al menos no uno tan radical como para el resto de la sociedad. Acostumbrados al confinamiento, han toreado bien un estado de alarma que al resto se nos hace cuesta arriba, sin un solo contagio. «La explicación está en las medidas preventivas que adoptamos antes que nadie», explica el psicólogo Ibon Olmos, responsable de recursos residenciales y 19 años al pie del cañón. «Suprimimos los ingresos un semana antes de que se declarase la emergencia, las salidas terapéuticas y las visitas familiares, incluidas las de los hijos, lo que más dolió porque son un auténtico balón de oxígeno para los pacientes».

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El equipo asistencial se toma un descanso. El servicio de lavandería y una paciente a cargo de la recepción. Y. Iturgaiz

El nuevo escenario ha obligado a reajustar el calendario de los trabajadores, que se guían por un sistema de turnos que va rotando para que siempre quede un educador de guardia a las noches. «Todos los equipos han renunciado a las vacaciones para que el sistema no quede cojo. Cinco días a la semana, 58 personas sin poder salir es mucho tiempo, más aún con una población como esta, necesitada de rutinas que hacen más fácil la contención emocional. Si todo fuera ocio, saltaría el conflicto, como con los niños».

Seis meses para cambiar

Quien se imagine este recurso como un balneario no puede estar más equivocado. Todos los pacientes tienen un papel activo en la comunidad terapéutica, donde las altas se suelen producir al cabo de seis meses. El día empieza a las 6.15 horas para los que preparan el desayuno y acaba a las 23.30, cuando se apagan las luces de las habitaciones. Cuartos de dos o tres camas, para que la gente no se repliegue en sí mismo y busque ayuda en el grupo. Un vistazo al interior basta para sacar algunas conclusiones, más allá de que las chicas sean más ordenadas. «Esto no es un hotel, aquí nadie les hace las camas», advierte Olmos. También buenos indicadores, «como que la gente deje su tabaco encima de la mesilla, sin temor a que se lo roben. Demuestra compañerismo y respeto, también confianza».

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El objetivo es la recuperación integral del paciente. Por una parte, se tratan las patologías mentales asociadas a la adicción -ocurre en dos de cada tres casos-; por otra, se da una respuesta psicológica a la impulsividad, a la baja tolerancia a la frustración, a problemas para medir las consecuencias de sus actos, a su dificultad para prever conflictos». En los casos donde el consumo de drogas ha sido más severo y los internos son más vulnerables se explora la gestión emocional y repasan los traumas vividos. Y hablan mucho en grupos, por los codos, desde cómo prevenir recaídas hasta de fórmulas para ejercer una paternidad responsable (el 80% son hombres).

Su actividad se divide en seis sectores -cocina, mantenimiento, limpieza, huerta, lavandería y administración- y cada dos meses la gente va rotando para adquirir nuevas destrezas con un objetivo: adquirir un aprendizaje que luego se pueda trasladar fuera. Todo está pautado. El día del reportaje tocaba arroz a la cubana con salchichas, al día siguiente sukalki. En la lavandería, Maika se afana con la ropa de calle, que cuelgan en largos tendederos. Ayer se encargó de la de cama, albornoces y toallas; mañana, chándales y camisetas de deporte. Todas las tareas están supervisadas por el equipo terapéutico y hay profesores homologados por Lanbide para ofrecer cursos.

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Por ejemplo, de horticultura. La huerta está hecha un pincel, aunque a los perales y manzanos les quede tiempo para echar los dientes. Todo lo contrario que los tomates que ya han empezado a dar flor, o las vainas de guisantes, casi listas para recoger. En el invernadero hay unas acelgas que parecen salidas del Jurásico, «excelentes para rellenar de jamón y queso», explica Toni, que pasea orgulloso entre los bancales de maíz, donde plantarán alubias para que se enreden entre los tallos. «Lástima que las heladas hayan quemado los pimientos», desliza con ojo experto.

En el interior, Carla despliega un gracejo que hace seis meses ni siquiera ella sospechaba tener. Viéndola en recepción, los brazos cubiertos de tatuajes de bustos clásicos, héroes de cómics y dibujos de su sobrino, uno no sospecha ni por asomo que detrás de sus ojos felinos exista un pasado donde la temprana muerte del padre, una afección cardiaca y la ruptura con su pareja se confabularon para desencadenar una fuerte depresión. Las drogas, por supuesto, tampoco ayudaron. «Anfetas, coca, pastillas, cristal... Mientras no interfería en mi vida, no le daba mayor importancia».

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Hasta que se desató la tormenta. «Consumía de jueves a lunes, dosis cada vez más altas. Siempre con sensación de culpa, cada vez más aislada... sólo me arrimaba a los que sabía que no me iban a pedir cuentas». Su madre y su hermano fueron el ancla que le impidió zozobrar. «¿Que qué ha cambiado en seis meses? Todo. He recuperado lazos, vuelvo a disfrutar de mis aficiones y, por fin, estoy motivada. Tengo cicatrices demasiado recientes como para desear que esto se repita». Basta con mirarla a la cara para saber que le sobran arrestos para lograr lo que se proponga.

En datos

  • Capacidad. El centro fue cedido por las Hermanas de la Caridad y dispone de 40 plazas, aunque ahora están ocupadas 37. El 80% son hombres y la edad media es 35-40 años.

  • La comunidad terapéutica cuenta con 14 profesionales, entre educadores (8), psicólogos (3), una psiquiatra, una trabajadora social y una enfermera.

  • Medidas judiciales. El 40% de los pacientes tienen alguna: o han sido excarcelados en base al artículo 182.3, o cumplen trabajos en beneficio de la comunidad. Los juzgados piden informes de seguimiento y analíticas de tóxicos en orina. Una orientadora laboral informa sobre sus necesidades en materia educativa o sus inclinaciones laborales.

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