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Cuando nuestra época comenzaba a celebrar el surgimiento junto a la ría de los navíos arquitectónicos más vanguardistas, el mercado de la Ribera de Pedro Ispizua llevaba ya setenta años varado imponente precisamente ahí, junto al Nervión.
Puede imaginarse el desconcierto del mercado ... cuando la posmodernidad comenzó a lanzarle himnos a los barcos nuevos, que si el navío de titanio de Frank Gehry, que si el último gigante de acero corten de Euskalduna. «¿Y yo qué soy?», debió de pensar entonces el edificio veterano y aún color mostaza. «¿Un viejo armario grande con comida?».
El malestar del mercado es a su manera comprensible, al fin y al cabo durante varias décadas no hubo nada más moderno que él, incluso le dieron uno de esos premios Guinness tan inquietantes.
Sin embargo, la superioridad del edificio de Ispizua sobre sus competidores es profunda. Ellos son sofisticados accesorios con los que se ha dotado la ciudad pensando en su futuro, pero el mercado es de algún modo la ciudad misma. ¿No ven la naturalidad con la que parece formar parte de la iglesia de San Antón? Su imbricación histórica es máxima. No en vano, muchos siglos antes de que existiese el edificio, los bilbaínos ya se reunían y comerciaban con alimentos y con todo lo imaginable en ese punto. El mercado de la Ribera se alza sobre las cenizas de la Plaza Vieja, que fue durante cinco siglos el corazón mismo de la ciudad. Cuentan los cronistas que en sus puestos y tinglados no solo se encontraban los víveres más nutrientes y rutinarios, sino también las más delicadas gollerías, los caprichos más suculentos.
La Plaza Vieja y su bullicio comercial desaparecieron con la expansión urbana de mediados del XIX. Sin embargo, en las ciudades nada verdadero deja de existir del todo y hoy nos basta con entrar en el mercado de la Ribera, con caminar entre los puestos fastuosamente abastecidos y cerrar los ojos para acercarnos a aquella plaza legendaria. Ahí siguen las voces de los mercaderes, las conversaciones cruzadas de los compradores, el olor profundo del pescado, el ruido de las cajas, los golpes de los cuchillos sobre las tablas y los de las monedas que cambian de manos, el fragor, en fin, de la vida y el trabajo de una ciudad esforzada y sibarita. Al salir del mercado, por si siguiésemos despistados con nuestras fantasías, el tranvía atraviesa la Ribera como una flecha del tiempo, indicándonos la dirección correcta de la historia.
agrupación de acuarelistas vascos Nació en Barakaldo en 1949. Con una formación muy personal, basa su obra en el entorno industrial y urbano que siempre le ha rodeado: durante años, construyó barcos en La Naval. Ha sido presidente de la Asociación de Acuarelistas Vascos. Entre sus premios destacan la Medalla de Honor en el XVII Premio Internacional BMW o el Primer Premio del Certamen Nacional Villa de Caudete. Su obra está en colecciones como la del Museo de la Acuarela de México, el Naval de Madrid o el Consejo Superior de Deportes
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