Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Miguel Pérez
Domingo, 23 de abril 2017, 01:58
«Yo fui un trozo de carne con ojos». Así. Sin limar una sola palabra. Roberto González del Campo, un hombrón de Barakaldo que gasta esas hechuras singulares que Altos Hornos de Vizcaya forjó en varias generaciones de trabajadores, igual que 'La diligencia' forjó la silueta única e intransferible de John Wayne para toda la eternidad, pronuncia la frase con naturalidad y en esa naturalidad reside todo el peso del drama. «Tras el accidente, tuve que enfrentarme a la vida cuenta. Nadie te regala nada. Te echan de tu trabajo porque ya no les sirves y te toca luchar: con tu cuerpo destrozado, para salir adelante. Y con la sociedad, para que no te deje relegado». El «accidente» fue azul. Una electrocución. El 38% del cuerpo abrasado y convertido en jirones. «Diez días tuve la caja de pino bajo la cama». Luego, tres años de operaciones y rehabilitación. No se rindió. «Me dio fortaleza para enfrentarme a muchas cosas en la vida».
Roberto tuvo que morir un día para explicar hoy a una joven audiencia de estudiantes de Formación Profesional que «un accidente dura un segundo, pero las consecuencias se prolongan años. La seguridad en el trabajo es fundamental». Sus palabras resuenan en un aula del Instituto de la Construcción de Bizkaia, en Arrigorriaga. Pero podría ser en una empresa o en otros centros. Hace poco estuvo en la Escuela de Hostelería de Álava y en una gran superficie comercial del bricolaje.
Él forma parte de un programa promovido por la Fundación de Trabajadores de la Siderurgia y Osalan, cuyo fin es concienciar a los alumnos de diferentes ramas profesionales sobre la «prevención de riesgos» antes de salir al mundo laboral. A un mundo que el año pasado se cobró 40 vidas en Euskadi una treintena de ellas en Bizkaia y miles de heridos, según se desprende de los 33.341 accidentes laborales que cursaron con una baja (4,6% más que en 2015).
En un contexto donde una tuerca suelta mata, un enchufe sobrecargado mata y un cable con excesiva tensión mata, el programa se imparte de un modo bravío, furioso. Un grupo de voluntarios, retirados o prejubilados a causa de siniestros y enfermedades laborales, acude al aula y cuenta su experiencia personal junto a otros profesionales en activo y especialistas en seguridad. Se enseñan las cicatrices. A veces, algún alumno sale con los ojos empañados. El programa alcanza este año su sexta edición. Al final, unos 5.000 estudiantes habrán enmudecido con las palabras de extrabajadores como Roberto González, Juanjo Ruiz de Vega vecino de Berango, antiguo empleado de AHV y con una vida azotada como testigo de accidentes graves y José Luis Tarrío Otero, baracaldés y exmarmolista aquejado de silicosis. El ángel de la guarda, a la vista queda, es obrero.
«Ardí como una tea»
En noviembre de 1971, Roberto González tenía 23 años y un destornillador. Era electricista. Su compañero de programa Juanjo Ruiz recuerda que salían de una década, la de los 60, donde «asumías que en un siniestro grave podía haber tres o cuatro muertos, nada que ver con las épocas posteriores». El de Roberto consistió en una avería en un transformador. Obligados por la urgencia un horno corría riesgo de dejar escapar gas tóxico al cielo de Sestao, él y su equipo descerrajaron las cerraduras de seguridad de unas celdas de tensión. Primer error. Esas cerraduras, magnéticas, eran la única garantía para que las puertas no pudieran abrirse mientras hubiera corriente eléctrica dentro de las celdas. Él debía entrar en una de ellas. Antes habían desconectado el suministro. Pero entró en la de al lado.
Cinco mil voltios le fulminaron. «Ardí como una tea. Me echaron batas del laboratorio encima para apagar las llamas. No perdí el conocimiento». Roberto se fue al fondo de la muerte y regresó sin tres dedos de la mano derecha, el cuerpo cosido a costurones por el estallido de músculos y nervios y la sangre renovada porque la electricidad nunca se da por vencida cuando quiere una vida y, silente, acaba por coagularla. «Al verme así, en el suelo, inválido, sentí ganas de llorar, pero también de luchar. En el hospital, vendado de la cabeza a los pies, sólo se me veían los ojos, y aún así cada día experimentaba la alegría de seguir vivo y progresar me daba ánimos para el siguiente».
Tres años después pudo volver a Altos Hornos. Le ofrecieron limpiar los vestuarios. «Pero yo les dije que no había estado en la escuela de aprendices para terminar limpiando váteres. Así que le propuse a mi jefe que, si le demostraba que podía continuar con mi antiguo puesto, me lo devolviera. Y así fue. Soy electricista y seguiré siendo electricista. Tuve un accidente porque me equivoque y sufrí las consecuencias de ese error».
«No son charlas para pasárselo bien. Contarle estas historias a los chavales quizá resulte un poco duro, pero hay que conocerlas. En esa fase de los 17 y 18 años, en vísperas de salir a por el primer empleo, posiblemente estén pensando en preguntar por las vacaciones o cuánto van a cobrar, pero nadie se plantea que pueda morir en el trabajo. Y ocurre», apostilla Juanjo Ruiz. Él reside en Berango aunque nació en Portugalete, vivió en Barakaldo y pertenece a aquella estirpe de siderúrgicos que bajaba en silencio a la fábrica antes del amanecer y se guardaba las lágrimas detrás de los ojos. Colosos callados a quienes sus parejas hoy preguntan si no suben demasiado el volumen del televisor «y nosotros les respondemos que, con menos, no oímos por culpa de tantos años pegados a máquinas ensordecedoras».
Un televisor con el volumen alto impide también escuchar los gritos. Apenas hace un cuarto de siglo aún había en bastantes factorías y talleres del Gran Bilbao una mística de los gritos. El lenguaje de las fábricas, el coro de sirenas de ambulancia convocando una lluvia de lágrimas de polvo. «He visto a compañeros fallecer desde joven y eso te deja un poso, sobre todo te enseña que la prevención es fundamental lamenta Juanjo. Si logramos evitar con nuestras historias que algún estudiante sufra un percance en el futuro, ya nos damos por satisfechos». Él recorría muchas veces la factoría «como un misionero» repartiendo consejos de seguridad. «Con los años se fue avanzando mucho. Nuestro jefe de prevención nos enseñaba las medidas y luego nos mandaba bajar a planta para explicárselo a los demás, Y si alguno no hacia caso, se le enseñaba la puerta». Y aun así, a poco de jubilarse, la fábrica no le perdonó ni siquiera una última tragedia.
«Hubo una explosión en un horno eléctrico y seis trabajadores resultaron heridos. El más grave permaneció 70 días en coma. Le escuchábamos chillar. Sobrecogidos». La mística de los gritos. «Yo llegué junto a él, vi las quemaduras. Solo preguntaba una y otra vez: '¿Cómo tengo la cara?' Cuando a los alumnos les mencionas a estas personas, con nombres propios, te das cuenta de que has llegado a su interior. Les estás expresando la vida misma», afirma este veterano, al que se le ilumina la mirada cuando habla de su nieto pequeño, su prioridad. «Somos de los que hemos visto muchas cosas, desde el pizarrín a Twitter. Este proyecto nos gustó mucho cuando nos lo propuso la fundación, aunque ninguno teníamos experiencia en comunicación. Pero estás con gente joven y eso te hace sentir bien, vivo», afirma.
Polvo en los pulmones
La oscuridad se agazapa en un andamio mal sujeto, en un camión sobrecargado o en el alma de ese empresario del mármol que no reparte mascarillas a sus empleados, pero sí les conmina a no levantar polvo cortando bloques cuando está prevista una inspección. Los pulmones de José Luis Tarrío lo saben. Él subía a montañas de 2.000 metros con sus amigos, pero se cansaba más. El médico vio unas manchas en la radiografía. «Pero como la silicosis se asociaba a la minería, nadie era capaz de darme un diagnóstico hasta que fui al sindicato y me consiguió una cita en el Instituto de la Silicosis de Asturias. A las dos horas ya me dijeron lo que padecía. Aún así, mi empresa presionaba para que volviera al trabajo y siguiera aspirando polvo. Fui a la Inspección de Trabajo y el médico, nada más verme, me dijo: '¡Qué color de playa tienes!' Le respondí que el problema lo tengo en el pulmón, no en la cara». «Ahora se está muy encima porque han salido más casos. Pero es una enfermedad silenciosa».
José Luis terminó Formación Profesional y entró «de pinche» en una marmolería. «Cortábamos material de cuarzo con un 90% de sílice en cualquier parte. Había incluso compañeros que comían entre el sílice. Por ahorrar, no se repartían mascarillas o nos daban unas malísimas,que no filtraban nada». Así pasó 34 años. Hasta que sus pulmones dijeron que ya tenían suficiente. «Lo mío ya no tiene curación, pero procuro que los jóvenes sean conscientes de exigir mascarillas, guantes y gafas. En las obras los accidentes están a la orden del día, bien por relajación, por prisas o por falta de prevención. Por eso, y aunque las empresas han mejorado, a veces no queda otro camino que exigir unas condiciones laborales seguras. Yo he visto a compañeros matarse por una caída de un andamio y yo mismo me he negado a subir a algunos que se tambaleaban porque se habían colocado con prisas. Se trataba de mi vida. Y si la perdía, mi mujer y mis hijos perdían el pan. Las nuevas generaciones no pueden volver a la Edad Media», censura.
Roberto está a punto de concluir la clase en el Instituto de la Construcción. Las mangas subidas. Las cicatrices al aire. Fuera, el mediodía es gris. Se despide con tres diapositivas. En una se ve un flexómetro y un casco. Calcinados. En otra, unas gafas de seguridad rotas. En la tercera, unos jirones de tela. «Es la ropa que quedó encima del cuerpo de un compañero que murió de una descarga. Iba con prisas. Yo os cuento mi historia. Otros, por desgracia, ya no pueden».
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
José Antonio Guerrero | Madrid y Leticia Aróstegui (diseño)
Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.