El origen de las especies

En términos generales, la finalidad de los viajes consiste en conocer el mundo no en que el mundo te conozca a ti

Pablo Martínez Zarracina

Lunes, 5 de septiembre 2016, 01:45

Estas vacaciones me fue detectada la nacionalidad en el café del jardín botánico de una ciudad extranjera. Fue un camarero, quién si no. «Italiani?», preguntó al traer la segunda ronda. Lo hizo sin previo aviso, abandonando unilateralmente su idioma materno y probando suerte en el ... ámbito geográfico meridional. «Españoles», contestamos como se contestan estas cosas: con enorme abatimiento. Al camarero, que era joven y tenía por lo visto una visión chispeante de la realidad, le pareció extraordinario. «¡Españoles!», exclamó. Casi daba saltos cuando añadió: «¡Podemos!»

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Entre las razones por las que hoy se impone el exilio al llegar las vacaciones, no es la menor olvidar la existencia de Pablo Iglesias, ese líder al tiempo delgadito y omnipresente. Déjenme decirles que las vacaciones iban bien. La mañana en el jardín botánico era apacible, luminosa, perfecta. Todo lo de uno quedaba en el mejor lugar posible: lejos. Y de pronto aquel camarero no solo nos devolvió a la realidad de la existencia de Pablo Iglesias, sino también a la de nuestro propio país, sentándonos sin permiso semejante follón a nuestra mesa. Tras hacerlo, el camarero seguía allí, muy contento, con ganas de charlar. Yo lo miraba pensando que la crueldad que soporta el mundo es infinita.

«¿Madrid?», continuó el camarero, tal vez queriendo sentarnos también a la mesa a Cristiano Ronaldo, lo que supongo habría justificado ante ustedes y ante la historia mi inmediato suicidio en el jardín botánico, utilizando para ahorcarme la rama de algún árbol infrecuente. «Bilbao. En el norte. País Vasco», contestamos resignándonos ante la fatalidad inmediata, que con toda seguridad tendría que ver con el Guggenheim, el Athletic o el kalimotxo. Pero el camarero depuso bruscamente su actitud. «Vascos», dijo como pidiendo perdón. «Ah, no. No broma».

Además de la segunda ronda, el joven dejó tras de sí un paréntesis estupefacto. ¿Qué había pasado? Daba la sensación de que comenzó contando con nosotros para organizar un 15-M en el jardín botánico, aunque luego se dio cuenta de que éramos vascos recién bajados de las montañas ancestrales, y por lo tanto partidarios del orden, la fe y las tradiciones, como los que aparecían en aquel western absurdo, Thunder in the sun, que se comunicaban mediante irrintzis y llevaban consigo las cenizas de sus antepasados por razones nigrománticas.

«El lío que tiene éste en la cabeza», comentamos. Pero la mañana ya no era tan perfecta. Lo impedía la irrupción de esa mugrecilla vulgar que es la propia identidad. Estábamos tan bien lejos de casa, siendo lo que es cualquier viajero: un testigo sin importancia, una personalidad de incógnito a la que solo le importa ver cómo transcurren las cosas en otro lugar.

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Pero a veces sucede: tú estás siendo tú tranquilamente cuando irrumpe en escena tu circunstancia, encapuchada y coreando consignas, dispuesta a reventar el modesto festín de tu propia tranquilidad.

Lo increíble es que haya quien lo propicie. Durante un rato, el camarero me devolvió a casa, es decir, me puso alerta. Y ya no pude evitar fijarme en toda esa gente que va por el mundo ostentando procedencias. Incluso traté de entenderlos. Veamos. Aprovechando la circunstancia de que tú eres pongamos por caso de Valencia y sales de viaje necesariamente fuera de Valencia, metes en la maleta un surtido variado de camisetas del Valencia CF. Al llegar a tu destino qué sé yo, París, Shanghái, Estambul, lo primero que haces es ponerte una camiseta del Valencia y favorecer el siguiente episodio: en un semáforo un taxista te ve, toca el claxon y grita: «¡Valencia!». Y tú entonces levantas los brazos y le gritas a él: «¡Valencia!».

Prueben a cambiar el topónimo y verán que nada cambia. Todo es lo mismo. Es justo eso. Siempre es igual.

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