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Pruebas de 'MasterChef Junior' en el Euskalduna el pasado 28 de julio.
Que guisen los niños

Que guisen los niños

El frenesí gastronómico no deja de empeorar. Las reducciones ya han pasado de los platos a los cocineros

Pablo Martínez Zarracina

Lunes, 1 de agosto 2016, 01:56

A la variación infantil del concurso televisivo 'MasterChef' hay que reconocerle una virtud: la utilidad. Que los chiquillos aprendan a guisar entre grandes maestros y terminen dominando complejas técnicas gastronómicas resulta muy práctico para la vida familiar. Si se fijan, los niños los de diez años, pongamos por caso son del todo improductivos. Al mismo tiempo, son exigentes: requieren un montón de tiempo y recursos. La ecuación es insostenible. En la empresa privada los niños de diez años no durarían un minuto. En las familias, en cambio, se los soporta, por lo que sea, y se cubren sus necesidades, se aplacan sus miedos, se favorecen sus avances. Todo sin esperar nada a cambio. Qué vas a esperar si la retribución es imposible. Los niños de diez años no disponen por lo general de más capital que una confusión de mocos, abrazos y dibujos imprecisos.

La cosa cambia con los chiquillos que entran en 'MasterChef'. El concurso los perfecciona con una pericia productiva interesante. Y eso debe de alterar por fuerza las relaciones familiares. Piensen en cualquier escena típica. El padre que abraza a su hijo y le señala el firmamento mientras les explica que el abuelito está en el cielo, mirándole desde las estrellas. Sin duda, esto cambia si el chaval acaba de quedarte finalista en 'MasterChef'. ¿Cómo? Pues no sé, algo así: «Deja de llorar, cariño, y mira esa estrella. Es el abuelito que te mira y sonríe. Mira cómo brilla. ¿No te parece que el abuelito quiere que prepares algo sencillo para cenar, algo como un carpaccio strogonoff de ciervo al punto? Y , ya puestos, algo de sushi caramelizado al estragón bávaro. Y huevos pochés beaujolaise. Y podrías hornear pan».

El jueves sesenta niños fueron convocados en el Euskalduna a una de esas selecciones de personal, zona norte, que hacen los de 'MasterChef'. Los chiquillos tenían menos de doce años y habían sido escogidos entre seis mil aspirantes. Estaban muy contentos. Sus padres en cambio estaban nerviosos. Normal, se jugaban mucho. Los padres. Piénsenlo. Tiene que ser bonito salir un día del trabajo y sacar el teléfono (en el salvapantallas el chaval abraza a Jordi Cruz) para mandarle a tu hijo, no ya un mensaje, sino una comanda: «Ostras plancha mignonnete, seis. Solomillo wellington, uno. Apúrate con la 'mise en place', que llego a las nueve. Cenaré frente a la tele. Ojo con el merlot, que me lo estás sacando destemplado y te vas a quedar sin Nintendo una semana».

La posibilidad de transformar a tu primogénito en un poderoso robot de cocina supone un gran adelanto en las relaciones paterno-filiales. Quizá también un incentivo para la natalidad, siempre que se consiguiese facilitar entre la descendencia una conveniente especialización. La perspectiva de una familia numerosa cambia mucho si puedes poner a un niño a cocinar, a otro a encargarse del papeleo, a otro a cortarte el pelo y aplicarte tratamientos cosméticos, a otro a mezclar cócteles de ensueño y a otro quizá a interpretar algo suave en el piano cuando te apetezca un poco de música ambiente.

Lo que no termino de entender es que el adiestramiento de los chiquillos tenga que hacerse precisamente en la televisión. Porque una cosa es dejarle al niño que se entretenga con cuchillos y otra permitir que cruce el umbral de un mundo falso, donde un regidor enfocará bien sus sueñecitos, sus emocioncitas y sus desencantitos para mayor gloria de lo único que importa: el negocio. A veces, como cualquiera, a mí me parece que habitamos un enorme chiste. Nos aterra exponer a los menores a las ondas inofensivas del wifi, pero no a la radiación más tóxica, filistea y contraproducente que se conoce: los focos de un plató de televisión.

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