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Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 18 de julio 2016, 02:44
El otro sábado vi una limusina. «Ya está: me he teletransportado a Magaluf», pensé. Pero no, seguía en la calle Buenos Aires. La limusina también. Era blanca, aparatosa, infame. Avanzaba como un fantasma acorazado. Don DeLillo dice al comienzo de 'Cosmópolis' que las limusinas blancas ... eran los vehículos que menos llamaban la atención en el Manhattan del año 2000. En el Bilbao caluroso y desierto del verano de 2016, la limusina blanca llamaba la atención como la llamaría un unicornio. Pero no un unicornio delicado y magnífico, sino uno borracho y sarnoso que tuviese problemas mentales y embistiese contra los escaparates antes de aliviarse sobre los mendigos. Eso al menos me pareció a mí.
La limusina conseguía ser falsa y extemporánea, infantil y agresiva, insignificante y funesta. Quizá fuese el calor, pero su presencia trasladaba a tu cabeza uno de esos estallidos de preguntas que en realidad no deseas contestar. La primera: ¿qué diablos es esto? Anoto aquí, para los estudiosos y neuropsiquiatras, que la limusina me sugirió la siguiente serie conceptual: hecatombe-nupcial-chatarra-telecinco-loza-chernóbil.
Intenté tranquilizarme buscándole a la limusina una explicación lógica. «Estará dentro Kingpin», me dije. Y durante un segundo todo encajó. Wilson Fisk, alias Kingpin, el magnate del crimen, debía de haber aterrizado su jet invisible en Loiu y ahora se dirigía al Ayuntamiento en limusina. No iba a coger un taxi. Bajaba por Buenos Aires porque el chófer habría entrado en Bilbao por Zabalburu. Ese hombre le estaba dando mucha vuelta a Kingpin. Pagaría por ello.
Con toda probabilidad, el supervillano iba a explicarle al alcalde Aburto que la ciudad estaba cercada por su ejército de esbirros y en el punto de mira de un cañón de rayos cósmicos diseñado por el Doctor Muerte. A continuación Kingpin instalaría su guarida secreta en el Guggenheim y le tendería alguna clase de trampa mortal a Daredevil, puede que a Spiderman, quizá a los dos.
La ciudad se precipitaba por tanto hacia un periodo de violencia y destrucción en el que los superhéroes y los supervillanos echarían abajo como suelen los edificios más bonitos. Lo que le faltaba desde luego a Zorrozaurre es que apareciese Hulk. No eran buenas noticias. Pero justificaban la presencia de la limusina blanca. Y te quitaban un peso de encima: «Moriremos todos, pero no es una despedida de soltera».
Imagínense la desilusión cuando entendí que era imposible que Kingpin se dirigiese al Ayuntamiento para amenazar al alcalde. ¡Si el alcalde no estaba! Se encontraba en Singapur, participando en una de esas cumbres internacionales. Sabiéndolo yo, ¿no iba a saberlo Kingpin? La limusina blanca debía tener por tanto otra explicación. Mientras el vehículo se alejaba, me di cuenta de que todas mis hipótesis optimistas tenían que ver con Hulk destrozando la ciudad.
Una de las ventajas de ser una capital mediana y contenida tenía que ver con el establecimiento de alguna resistencia ante cierta clase de estupidez dominante. Con todas las excepciones que se quiera, se diría que la nuestra no era una ciudad que invitase especialmente a las expansiones horteras, al menos en el espacio público. Recuerdo que la noche que se inauguró Pachá colocaron unos 'hummers' en la puerta. Los coches se pretendían imponentes y eran solo un diagnóstico: si esa era la idea, se la iban a pegar. La discoteca cerró en meses.
Es posible sin embargo que no pueda lucharse contra las fuerzas dominantes que transforman la historia en un sumidero. Después de la limusina, vi un grupo aparentemente humano celebrando algo en un barco que surcaba el Nervión con la megafonía a todo trapo. Los celebrantes llevaban puestos gorritos de marinero y se dirigían bromistas a la gente que paseaba en paz por los márgenes de la ría. Primero pensé si estaría ante uno de esos momentos en los que de pronto todo cambia. Después pensé en cuánto se tardará en estudiar para supervillano y poder fabricar un rayo cósmico, aunque sea uno pequeño.
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