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Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 27 de junio 2016, 03:35
Hasta que la política empezó a entrometerse, lo más absurdo y peligroso que podía hacer uno en su vida era responder afirmativamente a una invitación de boda. Por el desembolso. Por el desvarío. Nuestras existencias han sido tranquilas. A falta de guerras y revoluciones, no ... hemos conocido maneras más locas de poner la realidad al límite que relacionarnos con lo nupcial.
Si no me creen, sitúense mentalmente en las postrimerías de su última barra libre, en la boda de aquellos amigos que se casaron el septiembre pasado y que ya están divorciados. Divorciados entre sí y de otras dos personas más. Pero volvamos a la barra libre. ¿Se acuerdan? A las cinco de la mañana, la discoteca de hotel era un cuadro de El Bosco patrocinado por Johnny Walker.
O recuerden su propia boda, si es que pueden, y el comportamiento que observaron en ella los primos del pueblo, no en el baile o el banquete, no en el cóctel de bienvenida, ni siquiera dentro de la iglesia, sino en el atrio mismo de la iglesia. No había llegado la novia y tuvo que llegar la Policía. Por lo del coche volcado y la muñeca hinchable dentro del carrito de supermercado en llamas.
Pasaremos a la historia como la generación a la que las bodas se le fueron de las manos. Nuestras abuelas se casaron de negro por no dar el espectáculo. En las bodas de nuestros padres se sirvió tal vez pollo como plato principal. Nosotros en cambio llevamos años asistiendo a bodas en las que la espectacularidad del atuendo se le impone hasta a los invitados y en las que los menús son diseñados por chefs que solo firman platos incomprensibles.
El modo en el que en esas bodas las transferencias bancarias han sustituido a los regalos y, yendo más allá, el modo en que esas bodas consiguen autofinanciarse son otra vertiente del despropósito. Por no hablar de las invitaciones mismas, que a fuerza de perseguir la originalidad colindan ya con el arte contemporáneo y pueden incluir fuegos artificiales y hologramas mientras omiten el lugar en que se celebra el enlace.
Aunque lo peor es la gente, por supuesto. ¿Cuándo comenzamos a confundir las bodas con el Valhalla? Es tanta la presión que se genera en los enlaces que los invitados acuden dispuestos a todo, conjurados para que el fiestón sea definitivo. El nerviosismo facilita el exceso y, antes de que se haya servido el primer plato, todo el mundo está medio borracho. Cinco o seis horas después, la situación es apocalíptica. Y no piensen en los jóvenes. Son peores los cuadros superiores de la familia: tíos, cuñadas, abuelos... Ellos comienzan siempre las peleas, generalmente internas, aunque a veces un 'maverick' de la familia de la novia puede escapar para sembrar el caos en algún comedor anexo.
Como en las bodas pasan muchas cosas a la vez, la pelea con la familia de al lado puede coincidir con la subida de dos primos carnales a una suite con intenciones pornográficas. Incluso es probable que los primos aprovechen el tumulto, justo cuando, doce cubatas después, el tío Antonio agarra el palo del micrófono y se va a comentarle al tío Martín lo de la herencia de la abuela Begoña.
Estos días se ha celebrado en Bilbao la boda del hijo de un magnate indio. Ha durado cuatro días, ha costado 700.000 euros. Se ha celebrado en sitios como el Guggenheim y la Torre Loizaga. Todos hemos visto las fotos: los turbantes y los saris coloristas, las coreografías del mejor Bollywood. La boda ha tenido mucha repercusión en los medios y es probable que los invitados hayan pensado que estaban maravillando a la ciudad. Tenían razón. La suya ha sido la boda más tranquila, discreta y comprensible que hemos visto por aquí en años. Estaban todos sobrios y parecían llevarse bien. A los invitados no parecían haberles endosado un número de cuenta. Eso explica que les sacasen tantas fotos.
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