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Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 6 de junio 2016, 00:55
Se celebran estos días ferias del libro por todo el país. Cientos, quizá miles de escritores participarán en ellas. Un año más, llega el momento de salir en su defensa. Como sociedad avanzada no podemos seguir mirando hacia otro lado. Los escritores son en principio ... seres humanos. También Albert Espinosa y el señor andaluz de la gorra que atiende por 'Blue Jeans'. Todos merecen por tanto que en las ferias se respeten sus derechos. Todos merecen un trato digno. Incluso los de la metaficción, que no se muestran autorreferenciales por temperamento, como tantas veces se nos quiere hacer creer, sino por puro instinto defensivo.
Ojalá las de este año sean las últimas ferias del libro organizadas en torno al maltrato del escritor. Para conseguirlo, será necesario imponer un impulso ético sobre la tradición y los intereses económicos. A partir de ahí, bastará con tener siempre presente que los escritores sufren y aplicar el sentido común a su manejo y exposición. Señalaré algunos aspectos que urge mejorar en las ferias del libro.
Los editores y los libreros deben dejar de hacer creer a los escritores que realmente van a firmar muchos ejemplares de la maldita cosa que hayan publicado. Hinchar la vanidad de un mamífero superior hasta que estalle no es divertido. Es solo cruel.
Los editores y los libreros deben en cambio preparar al escritor para una larga jornada de humillación y preguntas estrafalarias formuladas por locos variopintos. Por ejemplo: «¿Podría usted escribirme un soneto en este abanico, dedicárselo a Tutankamón III y firmarlo con otro nombre que yo le indique?».
Los editores y los libreros deben explicarles a los escritores que la autopromoción no solo no es eficaz, sino que ni siquiera existe, por mucho que ahora se llame así a lo que siempre se llamó dar vergüenza ajena.
Los editores y los libreros deben averiguar si los autores a su cargo atraviesan durante la feria el periodo de celo y adoptar las precauciones que eviten incidentes y desplazamientos de efectivos policiales, teniendo siempre en cuenta el peso, la edad y el género literario predilecto de cada escritor.
Permítanme hacer un inciso para unirme a las campañas internacionales y recordar algo en lo que los expertos no dejan de insistir: darle a un escritor la mitad del alcohol que él mismo demanda sigue siendo darle una cantidad de alcohol incompatible con la vida.
Por otro lado, no debemos olvidar la responsabilidad del público en el maltrato que sufren los escritores en las ferias. A todos nos gusta ver escritores. Son unas criaturas tiernas, ridículas, rarísimas. Los hay que llevan fulares y los hay que firman manifiestos, los hay que salen en la tele o han sido ministros, los hay incluso sudamericanos. Pero eso no quiere decir que sean juguetes, ni que sus existencias queden sujetas a nuestro capricho. Ni siquiera las de los poetas que posan en los suplementos de moda y dicen todo el rato «multidisciplinar».
Si el público y los profesionales comenzásemos a tratar dignamente a los escritores, las ferias podrían terminar con una de sus prácticas más reprobables: la estabulación. Sería bonito que los niños pudieran ver a los escritores fuera de las casetas, moviéndose en libertad y relacionándose entre ellos como suelen: charlando, riñendo, elogiándose, invitándose a congresos, amañando premios. Por desgracia, queda mucho para que podamos dejar de ver a los escritores en cautividad. Piensen que, aun estando en las casetas, la gente los agarra del cuello para sacarse 'selfis'. ¿Cuántos escritores morirán estos días desnucados, exangües, ofendidos, dementes, ignorados? Terminarán las ferias del libro y nada se dirá de todo esto. Es el lado más trágico de la fiesta de la cultura.
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