Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 16 de mayo 2016, 01:03
El otro día leí que la humanidad solo ha vivido en un estado de paz absoluta, es decir, sin ningún conflicto sanguinario en marcha, durante 268 de los últimos 3.400 años. Al principio pensé que se trataba de uno de esos datos que terminan ... imponiéndose por su naturaleza irregular: no se sabe si son fiables, pero sí que son vistosos. Luego, pensándolo mejor, ya me di cuenta de que el dato debía de ser ficticio. En ningún caso puede haber habido tantísimos años de paz. ¡Un 8%! Vaya por delante que esto no lo digo yo porque sea capaz de enumerar todas las guerras acaecidas entre la Edad de Bronce y nuestros días. Aunque, para subrayar el destino conflictivo del ser humano, me gustaría llamar la atención sobre el hecho de que la Edad de Bronce fuese la Edad de Bronce y no la Edad, pongamos por caso, del Espumillón.
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En realidad, basta con observar el comportamiento habitual del ser humano para entender que lo extraño no es que se haya pasado más o menos el 92% de la historia a golpes, sino que no haya sido más frecuente que las guerras estallasen incluso dentro de otras guerras. Pienso, no sé, en la Guerra de los 487 Días estallando entre los miembros de uno de los bandos contendientes en la Guerra de la Gran Liberación. Y ese bando belicoso aprovechando el tumulto de la batalla del Rey Tuerto para disputar entre ellos la feroz batalla del Día de San Godofredo.
Para llegar a estas conclusiones deprimentes no he tenido que viajar a Siria. En realidad, basta con el metro. Las escaleras, claro. Son uno de esos lugares en los que surge lo mejor y lo peor del ser humano. Como se sabe, las normas del suburbano instan a usar el lado derecho de las escaleras mecánicas «tanto al subir como al bajar». Y aun llegan a razonarlo: «Así, no se bloquea todo el espacio y se permite avanzar a las personas usuarias con más prisa».
La política de escaleras de Metro Bilbao presenta mucha lógica. Si la gente que desea bajar las escaleras mecánicas al modo estático ocupa el lado derecho, la gente que quiera bajarlas andando podrá disponer del izquierdo. Un lado para los pacientes, otro para los apresurados. Obsérvese además que el legislador suburbano soluciona el problema limitando sus referencias de localización espacial a dos conceptos («derecha» e «izquierda») que son ampliamente conocidos por la población. Quiero decir que está todo muy pensando. En las escaleras no hay un cartelito que diga: «Ubíquese vuecencia en el lado de la epístola». Lo que hay es un dibujo, con muñequitos, en el que se ve claramente que la gente que baja sin moverse de su escalón debe estar a la derecha.
Veinte años después, podemos asegurar que no lo hemos conseguido. Es raro el descenso de escaleras en el metro en el que algo no va mal. Apenas hay descenso sin «disculpe». Es como si las normas que ordenan esa actividad cotidiana fuesen prolijas y enrevesadas. O como si los dibujos con muñecos y señales de prohibido fuesen ideogramas abstractos diseñados por algún artista visual autodestructivo que no solo proviniese de un planeta extraterrestre, sino que lo hiciese además del peor movimiento de vanguardia de ese planeta extraterrestre.
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No enumeraré las variantes del desvarío. Mi interés no es costumbrista, sino filosófico. Aunque, para subrayar el destino conflictivo del ser humano, sí me gustaría llamar la atención sobre el individuo que en la hora punta del metro, cuando las escaleras están llenas de gente, decide bajar por el lado izquierdo, pero hacerlo muy despacio, agarrándose al pasamanos como al tablón de un náufrago y otorgándole a cada uno de sus pasos la duda dramática del funambulista.
Lo pienso últimamente en el andén: tenemos a las modelos exigiendo la paz mundial y en realidad haría falta una Asamblea General de la ONU, con sus Cascos Azules y todo, para regular el tráfico en las escaleras del metro. No es un pensamiento agradable. Las escaleras colapsadas conducen al nihilismo.
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