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Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 25 de abril 2016, 00:58
El otro día me pareció cruzarme en la calle con un árbitro. Un árbitro famoso, de los de Primera; uno que estaba en activo hace algunos años. «¿Quién era este?», me pregunté como se pregunta uno ya estas cosas: medio dando por hecho que el ... deterioro cognitivo ha llegado y pulsa el timbre neuronal. El caso es que no me salía el nombre. ¿Era Esquinas Chucrut? ¿Indiano Bazoca? ¿Trifón Segoviano? ¿Iturrichi Benbow? No había manera. Me resultaba imposible recordar de quién se trataba. Tampoco ayudan los apellidos de los árbitros. Suelen ser tan estupendos que favorecen el despiste. Incluso llegué a sospechar que alguno de esos nombres que venían a mi cabeza podía no ser del todo exacto.
Así que desenfundé el telefonito. Lo hice con decisión, como si me estuviese entrando una llamada del Pentágono. Y, bueno, tampoco en Google resulta sencillo averiguar qué nombre le corresponde a una cara que acabas de ver y comienzas a olvidar. Me enteré, eso sí, de que se había muerto Prince, de que Pablo Iglesias se había puesto chulo con un periodista y de que el Comité Vizcaíno de Árbitros cumple este año un siglo de existencia.
Lo que pensé fue lo siguiente: a) «Pobre Prince»; b) «¿No es muy heteropatriarcal, muy viejo, muy machirulo, eso de acorralar a un redactor entre las risitas y los aplausos de los de tu banda?», y c) «El Athletic se fundó en 1898 y el Comité de Arbitros en 1916 Durante dieciocho años, los centrales del Athletic cazaron por lo tanto sin ningún tipo de veda: debió de ser muy feliz aquella gente».
Luego ya seguí andando y pensé en los árbitros. Lo hice en general, al no recordar quién era en particular el árbitro con el que me había cruzado. La verdad es que uno nunca ha llegado a entender de dónde saldrán esas vocaciones, o mejor aún, esas naturalezas. Me refiero al niño que, cuando se organiza un partidillo, pregunta si le dejan pitar a él, mientras todos los demás se piden para sí, no ya el puesto de portero, medio o delantero, sino la personalidad protagonista de Neuer, Pogba o Messi.
¿Habrá en esos pequeños árbitros un temprano amor por el orden y la justicia, una intuición natural de la Filosofía del Derecho? ¿O será tal vez una cuestión de altruismo, la certeza de que alguien tiene que sacrificarse para que los demás jueguen con garantías? Lo raro es que el árbitro con el que me pareció cruzarme no irradiaba esas virtudes. Era más bien como uno de esos famosos de la tele. Eso me pareció al pasar a su lado. Fue un segundo, pero me dio la sensación de que su mirada decía: «Tú me conoces, sabes que he pisado grandes estadios y me he codeado con las estrellas...» Por mi parte, no pude evitar mirarle como diciendo: «Claro que te conozco. ¡Eres Trinquete Sardana!»
Pero qué va, sigo sin acordarme de cómo se llama en realidad. Tampoco importa. La vida es maravillosa y te destroza las neuronas, pero al mismo tiempo no da puntada sin hilo. Esa misma noche, leyendo 'Viaje al Macondo real', una selección de las crónicas de Alberto Salcedo Ramos, descubrí al que ya es mi árbitro favorito de todos los tiempos. Su nombre es Guillermo Velásquez; su apodo, 'El Chato'. Ha pasado a la historia porque en 1968, en un amistoso entre Colombia y Brasil, le sacó a Pelé la única tarjeta roja que vio en su carrera.
Aunque lo que más me ha emocionado es que, en sus años de arbitraje, Velásques noqueó al menos a cinco jugadores. Antes que árbitro había sido boxeador. Así que Alberto Castronovo, pongamos por caso, del Atlético Nacional, aprovechaba una protesta embarullada para pegarle a Velásques una patadita y Velásques, en el siguiente córner, mandaba «al pasto» a Castronovo de «un derechazo en la barbilla». 'El Chato' le contó a Salcedo Ramos que tampoco dice el Reglamento que el árbitro deba dejarse pegar y que si tumbó a alguien con los puños no mató a nadie con el silbato. A mi favor he de decir que árbitros así son más difíciles de olvidar. Por otro lado, un apodo es siempre útil para no liarse con los apellidos.
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