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Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 16 de marzo 2015, 00:55
El 31 de agosto de 1890, José María de Lizana y de La Hormaza, marqués de Casa Torre y alcalde de Bilbao, inauguró en la Plaza Nueva la estatua del fundador de la villa, Don Diego López de Haro, que había sido creada en Roma ... por Mariano Benlliure. "Por amor a Bilbao", estuvo a punto de presidir el acto la Reina María Cristina, pero no tuvo "tiempo material" de hacerlo. La Plaza Nueva brilló llena de "mástiles, gallardetes y guirnaldas de laurel". La ocasión reunió a "un gentío inmenso". Tocó una banda de música.
Hace unos días, mediando el mes de febrero de 2015, sin discursos ni guirnaldas, sin banda de música ni representantes de la Casa Habsburgo, pero con un andamiaje llamativo, la estatua de Don Diego comenzó a ser restaurada en la Plaza Circular. Por primera vez en su historia. Ciento veinticinco años después. El concejal de Obras y Servicios explicó que la intemperie, la contaminación y los excrementos de los pájaros han degradado el bronce del monumento. También va a limpiarse el mármol del pedestal.
No hace falta ser historiador para saber que esa estatua ha soportado mucho. Varios cambios de ubicación, por ejemplo. Y también un apogeo industrial apabullante, el surgimiento en la ciudad de dos grandes ideologías contrapuestas, innumerables conflictos civiles, la invasión de los automóviles, la dictadura de Primo de Rivera, la caída de la monarquía, mítines, manifestaciones, desastres, incendios, romerías, una cruenta guerra civil, bombardeos como el del 26 de abril de 1937, la caída de Bilbao, cuarenta años de dictadura, la instauración de la monarquía, décadas de terrorismo, la reconversión industrial, treinta y seis ediciones de las fiestas de Bilbao, mil y una obras públicas, la construcción de un metro bajo sus pies o aquel 700 aniversario con Carlos Sobera disfrazado de Don Diego.
Da que pensar. Y pienso, por ejemplo, que el 29 de mayo de 1997 Josu Ortuondo, alcalde de Bilbao, inauguró acompañado de "numerosas autoridades" el puente Zubi Zuri diseñado por Santiago Calatrava. En un ejercicio de virtuosismo, el nuevo puente conseguía conectar el Campo Volantín con ninguna parte. Debió ser completado con una pasarela de mecanotubo. El 21 de junio de 1997 la ciudadana Pilar Florido resbaló en esa pasarela, sufriendo una caída de la que tardó cien días en recuperarse. Fue la primera de una larga serie de caídas. Y de indemnizaciones. No volveré sobre el famoso pleito entre Calatrava y el Ayuntamiento.
Lo que voy a hacer es acelerar. Por ejemplo: el 3 de noviembre de 2008, Iñaki Azkuna, alcalde de Bilbao, inauguró la remodelación de la Plaza Bizkaia. Se celebró en aquel acto el nacimiento de "una plaza abierta" presidida por la "fuente de niebla", obra de Lorenzo Fernández Ordóñez en la que tres grandes piezas de granito de Zimbabue dialogaban con emanaciones de agua vaporizada, recreando el espíritu de un jardín japonés. Los concejales se sacaron fotos interactuando con la fuente. Eran fotos imponentes: concejales en la niebla. Tres días después, una niña de dos años interactuó con la obra, resbaló por culpa del vapor de agua y se cortó las muñecas con el granito de Zimbabue. Hubo que darle siete puntos de sutura. Y hubo que vallar la fuente. Se dejó de interactuar. Hasta hoy.
¿A qué viene todo esto? Solo intento explicar por qué, ahora que llega la hora de su restauración, siento una invencible simpatía por la estatua de Don Diego. La obra de Benlliure lleva más de un siglo en su lugar, dando un testimonio comprensible y no dando ningún problema. Se trata de un monumento civil discreto y adecuado. Su consecución es maestra; su discurso, inexistente. Está forjada en un material noble. Cumple su labor, que consiste en permanecer. Lo ha hecho a través de los años, acompañando fielmente a la ciudad en su deriva. Sus méritos tienen que ver con la sobriedad, la maestría y la resistencia. No es el menor de ellos que, disponiendo de una espada, no haya herido a un solo bilbaíno en ciento veinticinco años.
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