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Xavi Rabaseda creció en un entorno rodeado de «montañas y picos», terrenos que le gustaba explorar con su hermano cuando era pequeño. «Teníamos mucha afición de subir al monte», apunta el capitán del Surne Bilbao Basket en una de las franjas verdes de Kobetas, donde ... acudió para hablar de su infancia, aficiones, amor por la naturaleza y el deporte, familia y baloncesto. «Mi casa estaba en el Pirineo -es de Ripoll, una localidad ubicada en la confluencia de los ríos Ter y Freser, en el Prepirineo catalán- y esto me recuerda a ella», comenta mientras se interesa por la zona y explora uno de sus rincones. «Mis abuelos vivían en un pueblo muy pequeño y tenían animales. Allí pasaba los veranos y en cierto modo esto (Kobetas) conecta con mi infancia», dice el hombre que guarda en sus vitrinas títulos de campeón del mundo, ACB, Copa, Supercopa, Champions, Intercontinental... Y eso que probó con otros deportes que acabó dejando por el de la canasta.
Cuando crecía feliz entre la «casa familiar, el patio del colegio y el pabellón» -aclara que era el triángulo que enmarcaba su día a día-, Rabaseda se dio cuenta pronto de que el baloncesto le había elegido. «A mí me gustaba todo. De pequeño jugaba al hockey -hay muchísima tradición en Cataluña- y al tenis, también esquiaba y practicaba la hípica. Aún guardo un muy buen recuerdo de todo ello. Pero llegó un momento en el que tuve que elegir». Y acertó. Voló alto, ganó muchos títulos y ahora disfruta al abrigo de Miribilla, donde su ADN trabajador y guerrero encaja a la perfección con la cultura de una afición que perdona todo menos la falta de esfuerzo. «Somos un equipo que necesita pelear para competir y en eso me identifico con la exigencia de la grada». No tardó en darse cuenta de que había dos caminos que llevaban a la élite: el del talento desbordante y el del sudor. Él, que tiene clase, empapó su carrera en este último.
El padre de Rabaseda jugaba al basket «como amateur» y el chaval se aficionó al balón naranja al ir a sus partidos. «Salía a la cancha en el descanso. Se convirtió en un hobby. Empecé a practicar con mis amigos en el patio después de las clases, en el Ripoll. La bola se fue haciendo cada vez más grande hasta que un entrenador me vio y desde la Federación me llamaron para hacerme unas pruebas». Las superó y con 12 años le fichó el Barcelona. Hizo las maletas y se instaló en La Masía. «Fue más duro para mi familia que para mí. Ahora que soy padre -tiene un hijo y una hija está en camino- me imagino viéndoles marchar tan pequeños y sería algo muy complicado. Hubo momentos difíciles pero los llevé bastante bien. Tuve la suerte de quemar las etapas que dieron sus frutos».
Sentado en un banco en Kobetas, rodeado de árboles y con una cancha de baloncesto enfrente, el alero de los hombres de negro sonríe y suelta: «Qué más se puede pedir». Le encanta el monte, el verde, el bosque, la naturaleza y el deporte que le permitió sentarse en la cima del mundo. También le apasionan los animales, los caballos. «Hemos ido a Galdakao a una hípica (Centro Ecuestre Burtoxa). Solemos hacerlo en los días libres. A mi hijo le gusta muchísimo». En verano va a cumplir tres años y Rabaseda aprovecha cada momento para estar con él. «El tiempo pasa muy rápido, crecen y me gusta disfrutar de cada etapa. Así que muchas tardes estamos en el parque de Doña Casilda, me lo conozco de arriba abajo», dice divertido.
En los viajes, el capitán suele combinar series y películas con lecturas concretas. «Ahora estoy con un par de libros relativos a la educación de los niños. Pedagogía infantil. Todo evoluciona y las cosas cambian. Lo que hacían mis padres a lo mejor ya no lo hacemos nosotros. Intentamos otras cosas», explica. Busca aprender cada día, mejorar, tanto dentro como fuera de la cancha. Cuando se le pregunta por si tenía ídolos cuando empezaba a soñar con imposibles, luego conquistados, el catalán da los nombres de «Kobe, Iverson y Shaquille O'Neal». Pero una de sus referencias era Juan Carlos Navarro, a quien admiraba en La Masía. «Un jugador de la casa, especial, diferente. Me fijaba en él en aquellos momentos. ¡Todos lo hacíamos!».
La conversación gira hacia la gastronomía y sus platos preferidos. «Los macarrones de mi madre y el arroz a la cubana». ¿Y la bebida? «Hasta los 18 años solo bebía agua y leche. No me gusta ni la cerveza, ni el vino, ni el champán. Hombre, si hay que celebrar alguna cosa, se celebra. ¿Con qué? Con otro tipo de alcohol». Ríe. Está a gusto en Bilbao. Le recuerda a su casa. Se despide con un «agur».
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