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El 13 de abril, después de ganar a todo un Real Madrid, las luces de Miribilla se apagaron y se encendió el marcador principal, el cubo suspendido encima de la cancha. En las cuatro pantallas empezó a proyectarse un vídeo en el que hablaban familiares, ... amigos, músicos, excompañeros, entrenadores y hasta políticos. Todos ellos tenían un mensaje para él, un tipo vestido con traje oscuro y acompañado por tres de sus cinco hijos. Álex Mumbrú miraba hacia arriba, donde gente como Juan Carlos Navarro, Epi, Aíto García Reneses, Felipe Reyes y un montón de exhombres de negro –Banic, Vasileiadis, Hervelle...– le decían lo especial que era y lo mucho que significaba para ellos, para el baloncesto y para una afición que le quiso desde el primer momento en el que pisó el parqué del BEC y del Bilbao Arena. Sonó a despedida un acto solemne culminado con la retirada de su camiseta, que colgará para siempre en el infierno. Una caldera de pasión y emociones en la que no volverá a trabajar el barcelonés. Después de 13 años en la capital vizcaína, nueve en la pista y cuatro en el banquillo, el técnico ya es historia en Miribilla.
Comenzó a escribirla en julio de 2009, cuando decidió cambiar el Real Madrid por el Bilbao Basket. Tenía ofertas de otros clubes de la ACB y también de Italia y Grecia, pero le sedujo la de un equipo con escasa trayectoria en la élite pero muchos sueños por cumplir. Los blancos no ejercieron su derecho al tanteo y el barcelonés, de 30 años por aquel entonces, puso su baloncesto y carácter guerrero al servicio de los MiB. En aquel vestuario comandado por Txus Vidorreta se juntó con Paco Vázquez –autor del término 'efecto Miribilla'–, Seibutis, Moiso, Banic, Salgado, Hervelle y Blums, entre otros. Quedaron novenos, a una victoria del play-off. Ahí comenzó a forjarse la leyenda de un líder que conoció tiempos gloriosos, en los que peleaba por los títulos y por meterse en la Final Four de la Euroliga, y también épocas durísimas, con el club ahogado por las deudas y prácticamente desaparecido. Él siguió allí, en la cancha y en los despachos, donde negociaba su futuro y el de sus compañeros. Competían con respiración asistida y así llegó el mazazo del descenso, pero Mumbrú se quedó. Cambió la camiseta por el traje y se sentó en el banquillo de Miribilla. Y obró varios milagros.
Antes de que se convirtiera en entrenador, algo que se veía venir por sus dotes de mando y lectura de baloncesto, Mumbrú dejó huella con la camiseta de los hombres de negro. En nueve temporadas, el barcelonés, campeón del mundo y de Europa, además de ser plata en los Juegos de Pekín, jugó 316 partidos con el Bilbao Basket y anotó 4.038 puntos. Con la franquicia de Miribilla alcanzó una final de la ACB, perdida con el todopoderoso Barcelona, otra de la Eurocup en Chaleroi (Bélgica), donde los vizcaínos cayeron ante el Lokomotiv Kuban, y llegó hasta los cuartos de final de la Euroliga. El equipo fue incluso capaz de ganar un partido al intratable CSKA y lo tuteó en su mano a mano hacia la Final Four, pero no pudo con aquel elenco de elegidos. Fueron años de vino y rosas, de expectativas disparadas, y luego vino la oscuridad de la que salió herido –pero vivo– el conjunto bilbaíno. Mumbrú anduvo por las nubes y en el barro, apegado a una entidad que aprendió a amar y hasta convertirse en una parte de ella.
En la pista, el catalán era puro fuego y carácter. Recibía y daba. Jamás eludía duelos, el cuerpo a cuerpo, batallas en las que saltaban chispas y codos. Con Hervelle formaba una pareja de veteranos de guerra, llena de cicatrices, que se pegaba con el mundo. Iban al límite, a veces lo cruzaban, territorio en el que dejaban su marca y volvían. Como cuando Mumbrú mandó al hospital a Sadiel Rojas, uno de los tipos más duros y excesivos de la ACB. No era ni mucho menos su intención, pero cuando se juega con el físico el peligro siempre está ahí. Amante de la música y amigo íntimo de Leiva, cuyos conciertos no se pierde por nada del mundo, el técnico jamás ha descuidado su vida social en Bilbao. Terminado el trabajo en el pabellón y los despachos, le gusta salir, mezclarse con la gente y disfrutar de la ciudad, en la que han nacido tres de sus cinco hijos. Amable y accesible, cercano, se ha ganado el corazón de la marea negra dentro y fuera de la cancha.
Cuando el Bilbao Basket perdió su sitio en la élite pero jamás la categoría, Mumbrú lo vivió como una puñalada en el estómago. Dijo adiós a las canchas con 26 puntos en el último partido de liga ante el Burgos. Fue un 24 de mayo de 2018 en un encuentro que simplemente certificó el descenso a los infiernos, a la LEB Oro. Y ahí se hizo entrenador. Cambió el balón por la pizarra y se hizo cargo de su equipo. Lo subió al año siguiente, en tiempo récord, y en su regresó a la ACB lo metió en el play-off por el título. Dos milagros en dos temporadas. El tercero lo obró con la salvación milagrosa del curso pasado, cuando el muerto se levantó y echó a andar. Nadie daba un duro por los hombres de negro, que resucitaron en plena pandemia y sin público para agarrarse a la vida. Y ahora ha estado a una canasta de la lucha por el título. Otra hazaña en su currículo, en el que en breve figurará el nombre de un nuevo club. Deja su casa, aunque una parte de él se quedará en Miribilla, donde ya no vendrá con su moto y casco negro. La camiseta con el número 15 está allí, un pedazo de historia colgado de la pared. Se llama huella.
Partidos en la ACB: 677 (sexto en la clasificación histórica)
Partidos en el Bilbao Basket: 316 (nº1 del club)
Puntos en la ACB: 7.435 (noveno máximo anotador histórico)
Puntos en el Bilbao Basket: 4.038 (1º del club)
Minutos en la ACB: 16.930 (quinto en la clasificación histórica)
Minutos en el Bilbao Basket: 8.775
riples en la ACB: T 901 (tercero en la clasificación histórica)
Clubes: Una ACB (Real Madrid), una Eurocopa de la FIBA (Joventut), una ULEB Cup (Real Madrid)
Selección: Campeón del Mundo, campeón de Europa, plata en los Juegos de Pekín.
Con el Bilbao Basket: Subcampeón de la ACB, subcampeón de la Eurocup.
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