Su historia se ha escrito con testimonios a veces algo confusos o inciertos, como se escribe tantas veces la historia de los mitos, pero así perdurará. La madrugada del 1 de marzo de 1922, Rafael Moreno Aranzadi, Pichichi, murió en la cama de su domicilio, ... en el número 21 de la calle Iturribide de Bilbao. Tenía 29 años. Unas fiebres tifoideas provocadas, al parecer, por el consumo de unas ostras en mal estado fueron la causa de su muerte. Se ha escrito que, mientras yacía agonizante, el gran jugador del Athletic recibió la visita de su amigo y compañero de equipo Chomin Acedo, al que pidió que cuidara de su mujer y de su hija.
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Al día siguiente, una huelga de tipógrafos impidió que la mayoría de los periódicos de la capital vizcaína salieran a la calle. De hecho, solo El Noticiero Bilbaíno pudo dar la noticia. Y no puede decirse que lo hiciera a bombo y platillo, atendiendo a la conmoción que iba a causar la pérdida del futbolista más popular y admirado que había habido hasta entonces en Bizkaia. Nada de llevar esa información a la portada, donde todavía coleaba el desastre de Annual y se seguía discutiendo sobre la responsabilidad de los generales Berenguer y Silvestre.
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La información había que buscarla en la primera columna de la cuarta página, justo debajo de un anuncio del teatro Trueba y la representación de la obra 'Cupido remata'. '¡Pichichi ha muerto!', titulaba. El primer párrafo era muy sentido. «El jugador formidable, varias veces campeón; el exequipier veterano del Athletic, Rafael Moreno, en fin, ha muerto en la flor de la vida. ¡Pobre Pichichi! Cuántas veces con una de sus maravillosas jugadas ha levantado en vilo a millares de espectadores que le aclamaban después frenéticamente».
El texto se extendía con otro párrafo que conviene citar para entender bien la percepción que sus coetáneos tenían de él como futbolista. «Su juego elegante, esencialmente científico, unido a sus características marrullerías, por otra parte necesarias a todo gran jugador, le hicieron gustar no pocas veces las mieles del triunfo. De tal manera popularizó el apodo de Pichichi, que traspasó los umbrales regionales, extendiéndose por España y el extranjero, habiendo obtenido su finísimo juego en la Olimpiada de Amberes un triunfo personalísimo».
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Rafael Moreno Aranzadi nació el 23 de mayo de 1892 en el Casco Viejo de Bilbao, en el número 10 de la calle Santa María. Su padre, Joaquín Moreno, era un prestigioso abogado, natural de Amurrio, que ejerció como secretario del Ayuntamiento de Bilbao y luego acabó haciendo una carrera ascendente en la política municipal: fue concejal, teniente alcalde e incluso alcalde durante tres meses, entre octubre y diciembre de 1896. Su madre, Dalmacia, era hermana de Telesforo de Aranzadi, el conocido antropólogo, y sobrina de Miguel de Unamuno. Hablamos, pues, de un niño bilbaíno de pura cepa y buena familia que, a los diez años, coincidiendo con la victoria del Athletic en la Copa de la Coronación de Alfonso XIII, ya empezó a destacar en los partidos de fútbol que jugaba con sus amigos de los Escolapios.
Moreno Aranzadi no fue un futbolista más porque nunca fue uno más en nada. En su libro 'Pichichi, historia y leyenda de un mito', el periodista Alberto López Echevarrieta le definió como un chaval travieso y díscolo al que su profesor, el padre Luciano, intentaba corregir «propinándole muchos capones y tirones de pelo, castigos reservados a los más revoltosos». No se sabe si su madre llegaba a esos extremos, con otros cinco hijos más a los que atender, pero sí que la mujer sufría grandes berrinches cuando descubría que a su hijo Rafael le gustaba hacer piras al colegio más que a Tom Sawyer, en su caso no para salir en busca de aventuras por el Misisipi sino para jugar partidos con los marineros británicos en la Campa de los Ingleses.
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Tenía un don natural para el fútbol. Físicamente no era ningún portento, más bien al contrario. Era flaco y desgarbado, andaba cargado de espaldas y con la cabeza gacha. Fue declarado «inútil temporal» para hacer el servicio militar por estrecho de pecho y hasta el pañuelo que solía ponerse en la cabeza para protegerse de las duras costuras de los balones le sentaba como un tiro. Pero el fútbol le fluía desde dentro como un torrente. La gente se le quedaba mirando, hipnotizada. Y un día nació el mote que le acompañaría toda su vida y con el que pasaría a la posteridad. No se sabe exactamente quién fue el autor del apodo, pero sí las circunstancias. Alguien le vio jugar y, deslumbrado por su facilidad y las diabluras que hacía a rivales mayores que él, preguntó asombrado quién era ese «Pichichi».
En su libro 'Historial del Athletic Club (hoy Atlético)', publicado en 1941, el periodista Fernando G. de Ubieta le definió en estos términos. «Ya desde la infancia apuntaba Moreno una disposición especial para el fútbol. Regateaba más y mejor y era muy difícil quitarle el pelotón. Después fuéronle saliendo en ambos pies dos cañones y un disparo seco, lo que más tarde se llamaría toque. Era intuitivo, un genio».
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Delantero centro o media punta, Pichichi debutó en el Athletic en partido oficial en 1913, pero para entonces ya llevaba tres años jugando muchos amistosos. Se mantuvo en el equipo trece temporadas, disputó 89 partidos oficiales (17 de Copa y 72 del campeonato regional) y marcó 83 goles. También jugó más de un centenar de amistosos, muchos de ellos contra clubes extranjeros, que en aquella época eran los partidos más esperados de la temporada en Bilbao. Ganó cuatro Copas, tres de ellas seguidas en 1913, 14 y 15, formando parte de aquel once histórico de mister Barness que Arrue retrató con tanto éxito. También fue internacional con España en cinco ocasiones y ganó la medalla de plata en los Juegos de Amberes, donde protagonizó alguna que otra correría nocturna que el seleccionador Paco Bru tuvo a bien perdonarle.
Pichichi fue la primera estrella del Athletic. Es cierto que compartió equipo con grandes futbolistas, pero él tuvo ese sello especial que le distinguía y que, unido a su muerte prematura, le convirtió en el gran mito que fue. Realmente, en un auténtico icono del club, que en diciembre de 1926 le dedicó un busto, obra de Quintín de la Torre, que instaló en la grada de La Misericordia. Desde entonces, como es de sobra conocido, los equipos que visitan San Mamés por primera vez depositan un ramo de flores en su honor. No es el único homenaje a su figura que ha quedado para la posteridad. Pichichi, junto a su mujer Avelina, es el protagonista del cuadro de Arteta 'Conversación en los campos de sport', también es un gigante de cartón que todavía asombra a los niños bilbaínos en las fiestas y, desde 1953, da nombre al premio al máximo goleador de la Liga que organiza el diario Marca.
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La condición de estrella de Pichichi se la demostró San Mamés a su manera, no solo con ovaciones y reconocimientos sino también al revés, con sus pitos y broncas. Cuando solo tenía 28 años, ya le acusaban de estar viejo y cascado, de ser demasiado fiestero y taurino. Lo recordaba el redactor de El Noticiero Bilbaíno al día siguiente de su muerte. «La afición vizcaína le ha mimado unas veces y le ha censurado muchas, quizá demasiado duramente. Porque Pichichi ha sido uno de los jugadores más combatidos y esto mismo es una señal más de su valimiento. Cuanto más grande es un jugador, más se le exige», escribió.
Era verdad. Al final, sin embargo, prevalecieron el cariño y la admiración en torno a su figura. En su último partido como rojiblanco, un amistoso contra el West Ham en mayo de 1921, la hinchada de San Mamés se rindió a él cuando marcó el que sería el único gol del Athletic. Ya retirado, su amor al fútbol le llevó incluso a hacerse árbitro durante unos meses. Seguro que lo pasó muy mal viendo pasar el balón a su lado sin poder tocarlo.
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