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«Hay pueblos en los que la tierra está envenenada. Éste es uno de ellos», avisa Svieta Vodochai, profesora en un colegio rural de la pequeña localidad de Orane y coordinadora en Ucrania de la Asociación Chernóbil Taldea. La nieve lo cubre todo camino de ... la escuela. Los niños se levantan educados al ver entrar a los visitantes. Estudian en un centro que está a cinco kilómetros de la Zona Muerta de Chernóbil, el área de exclusión de 30 kilómetros a la redonda de la central.
Orane, de 600 habitantes, es una aldea pobre. La escuela tiene 33 niños y en los campos que rodean al colegio se cultivan alimentos envenenados con radioactividad, pero la población los consume porque no tiene recursos para más. El sueldo medio es de 100 euros. «La cosa ha mejorado con el sarcófago nuevo (inaugurado en noviembre de 2016), pero los alimentos más afectados son la leche, la carne, los pescados del río y los animales que se cazan en el bosque», explican.
Hace 31 años la vida quedó contaminada para siempre en esta región de Ucrania. El 26 de abril de 1986 el reactor de la central de Chernóbil saltó por los aires. Es el peor desastre atómico de la historia. Una maldición que durará siglos.
Vodochai tenía 12 años cuando ocurrió el accidente. «Nadie nos decía nada. Sólo veíamos vehículos militares soviéticos y personas con máscaras. Mi madre siempre dijo que nos salvamos porque tuvimos suerte de que aquellos días el viento soplaba hacia Bielorrusia», recuerda.
Centenares de vehículos del Ejército soviético pasaban una y otra vez por estos caminos en su ruta a la desesperada hacia la central siniestrada. «Pero esparcieron tierra contaminada por todos los alrededores», apunta Svieta.
Uno se hace a la idea de que la escuela de Orane debe ser un lugar peligroso y traidor en el que apenas se atreverá a respirar a fondo. Pero lo primero que ve es un precioso gato que se mueve a sus anchas por las aulas y al travieso Ivan Marchenko, de 9 años, correteando tras él. Lleva cinco años pasando los veranos en Orduña y grita «Aupa Athletic» en cuanto ve llegar a los dos extranjeros. Vodochai anunció hace unos días la visita de dos periodistas y los niños se han afanado en crear un precioso cartel de bienvenida con el lema ‘Siempre con el Athletic’, además de fotografías de compañeros suyos de rojiblanco.
Svieta Vodochai, profesora y coordinadora en Ucrania de la Asociación Chernóbil Taldea
En esta tierra contaminada florece el amor al Athletic. En medio de las adversas condiciones de vida, uno de sus sentimientos más preciados es el rojiblanco. «Todo lo que signifique Euskadi tiene un altísimo valor emocional para ellos. Y desde luego, para los que van a Bizkaia, el Athletic es un signo de identificación muy potente», explica la profesora. Se encarga de todo: de apuntar a los niños, tramitar su documentación, estar atenta a sus problemas... No es raro que sea vista casi como una madre por todos los chavales que participan en el programa de viajes a Euskadi.
Ella misma se puede aplicar su propia tesis. En su modesta casa de campo, con el servicio en el exterior, luce con orgullo un cuadro con el escudo de Euskal Herria, un póster de San Juan de Gaztelugatxe y un cojín con la ikurriña.
Vitaly Denisenko, de 17 años, lleva once visitando tierras vascas. «A ver si ganamos el jueves», se esperanza a pocos metros de los soldados que vigilan el paso en la barrera que da acceso a la zona de exclusión. Las fotos con dirección al interior de ese área quedan prohibidas, avisan metralleta en mano.
Denisenko muestra su móvil. «Esto es VK», el Facebook ruso. «Estoy en una red de hinchas del Athletic. La formamos ucranianos y rusos. Ahora (son las 14.00 horas) somos 4.565 personas. Por aquí sigo y comento los partidos del Athletic, aunque últimamente tengo problemas porque el Gobierno ucraniano la ha bloqueado por ser rusa».
Un par de horas antes ha suspirado ante una foto en el pasillo del colegio de los 12 soldados de Oreva que lucharon en la guerra contra los separatistas rusos de la región de Donbass. «Me gustaría ir a Euskadi. Aquí con la guerra hay poco futuro».
Arsen Kaliverda (13 años, recibido por una familia de Txurdinaga desde hace cinco) tiene en el recuerdo su asistencia a San Mamés. Vive en Makarivka, en una pequeña casa de madera a la que se llega por un camino lleno de lodo, nieve y baches. Las comodidades con las que vive la familia quedan resumidas en que no hay lavadora.
Sus padres, Oleksy y Nataliya, le ayudan a buscar el álbum de fotos, muchas de ellas de rojiblanco. Recuerda el partido ante el Getafe. «No se ganó, pero fue muy emocionante para mí. Aquí la mayoría de los niños son del Barcelona y Madrid, pero yo soy muy del Athletic. ¿Mi segundo equipo? El Dínamo de Kiev».
Arsen cayó en una de las casas más rojiblancas de Bilbao. «Ellos (Claudio Fernández y Begoña Martínez) me transmitieron el amor por el equipo». El piso es un santuario del Athletic. El león se ve hasta en la mampara de la ducha. Tienen un Volkswagen Polo tuneado de rojiblanco y ella ha cosido escudos del equipo en sus batas de andereño. «A Arsen le puse la camiseta rojiblanca desde que llegó», evoca la madre.
La familia de acogida de Vladyslav Yagodinski (13 años) es de Lezama. «Me he acercado varias veces a ver entrenar al Athletic. Es un sitio muy grande y espectacular. Me encanta ir allí», balbucea en un español muy precario antes de soltar unas pocas frases en euskera. Sus ídolos son Muniain, Aduriz y Kepa.
También hay mucho aficionado de la Real Sociedad entre los niños de esta región que van hacia el País Vasco. La explicación es que hay más familias de acogida en Gipuzkoa. «Discutimos entre nosotros. Estos años anteriores les decíamos que éramos mejores y lo tenían que admitir», sonríe Vitali.
La Real Sociedad, además, se ha portado muy bien con Asociación Chernóbil Elkartea. Les envió una veintena de equipaciones completas. Con el Athletic hubo contactos, pero no fructificaron. Las prendas rojiblancas de estos niños son las que les han dado sus familias de acogida, enviado aficionados y las que les llevó este periódico.
La cabeza de Vodochai siempre está ocupada. «Ahora ya tenemos suficientes camisetas del Athletic como para organizar un derbi ante la Real Sociedad», avanza. Mañana todos pegarán los rostros ante el televisor. El partido de Lviv se retransmite aquí en abierto. «El Zorya es un buen equipo que nos dio un gran disgusto en Bilbao, pero hay que ganar. Nosotros le animaremos desde aquí», proclama Vitali, que ejerce de portavoz del grupo en esta zona a un paso de la zona de exclusión.
Svieta Vodochai es una activista. Trabaja con los niños de Chernóbil, se enroló en un barco de Greenpeace y es diputada del regional del partido de oposición de Yulia Tymoshenko. «Los niños no entienden de radiación. Los críos necesitan salir de aquí para fortalecerse». Como profesora de escuela conoce sus problemas. «La mala alimentación les afecta en forma de problemas estomacales. Los viajes a Euskadi benefician mucho a su salud, así que agradecemos mucho la solidaridad vasca».
Claudio Fernández y Begoña Martínez, matrimonio de Txurdinaga, traen desde hace cinco veranos a Arsen Kaliverda a pasar dos meses en Bilbao. «Una temporada aquí limpia su organismo», explica la mujer, andereño en el colegio Elejabarri.
El proyecto lo lidera la Asociación Chernóbil Elkartea, fundada en 1995. Este grupo ha colaborado en la elaboración de este reportaje. Cerca de 200 socios forman el colectivo. Cuentan con algo más de este número de familias de acogida. Calculan que desde 1996, cuando comenzaron, han traído a Euskadi a alrededor de 6.000 críos.
En ayuda directa, reforma del comedor y cocina de la escuela de Orane, han invertido 24.000 euros. Además, aportan ropa y material escolar y las familias ayudan a los niños bajo su responsabilidad. Quien esté interesado en traer un niño de la zona debe llamar al 670419078 o contactar por medio de chernobil@asociacionchernobil.info.
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