No creo en casi nada. Y cuando tengo que jurar siempre lo hago por la zurda de Txetxu Rojo. Como al llamarme su familia para decirme que se nos había ido. Me propuse no derramar lágrimas. Prefiero recordar la sonrisa de aquel tórrido día en ... la recepción del Ayuntamiento de Bilbao, durante la Aste Nagusia de 2019, en la que compartimos vino, risas y sudores. O la última entrevista para EL CORREO en el porche de su hermano Javi mientras Lourdes, su mujer, lo miraba con esos ojos callados que cuentan todo. Y me aferro al abrazo que se dio en Santo Domingo de la Calzada con Antón Arieta, los días del eclipse del segundo, bajo las viejas nogueras de aquel paseo que tanto frecuentaron. También me agarro al recuerdo de la tarde en el pequeño campo de Bañares donde todos los chavales nos pegábamos por intentar quitarle la pelota en aquellas pachangas vividas cual finales mundiales. No todos los días compartes balón con uno de tus mitos. Por eso no sé cómo empezar hoy estas líneas. Es imposible que haya muerto otro dios de nuestro Olimpo Athleticzale. Que no volvamos a ver la ecléctica sonrisa de Txetxu Rojo. La que te regalaba si de verdad lo merecías. Las cosas claras. Lo suyo siempre fue tener pierna zurda en lugar de mano izquierda. Tímido, pero directo. Un 11 con alma de 10 cuya clase trascendía al propio Athletic. Rojo I. Una de las personas más diferentes que he conocido.
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Era, es y será una de nuestras grandes aportaciones al fútbol. Pero más allá, era nuestro eterno rebelde con causa. La calidad y la clase las llevaba de serie. Como el genio de todo futbolista con ingenio. De esos que no necesitan besar escudo para amarlo por encima de todas las cosas. Lloro hoy con lágrimas secas como las suyas en el verde de San Mamés tras ver cómo se nos iba la UEFA entre los dedos, por el valor doble de un maldito gol en blanco y negro. No hay mejor imagen para describir el dolor y el orgullo de un pueblo. Una vez le pedí una fotografía para acompañar a una entrevista. No me entregó esa, sino otras dos. Una corriendo elegante hacia una intuida portería y otra con su hermano Ángel, 'Pekele', cuando éste jugaba en el Racing y les tocó ser rivales. Porque los Rojo siempre fueron y son un asunto de familia. La suya y la nuestra. Y así lo sentíamos. Por eso imagino el aplauso atronador de San Mamés cuando deba mostrar las condolencias. Deseo y espero que los goles del partido, a poder ser muchos, lleven sentidas dedicatorias. Porque así lo habría querido Txetxu. No por el detalle. Sino por el Athletic. Era su forma de ser.
Como el día en que un entrenador les soltó aquello de «salgan, peleen y ganen esta batalla» y él, desde su rincón y sin levantar la voz, le respondió «yo no voy a la guerra, juego al fútbol. Eso es lo que tenemos que hacer, jugar y ganar». Genio y figura. Como la tarde en la que un sol de mayo con cara de julio abrasaba las cabezas de público y jugadores en La Catedral y, nos lo reconoció en propio Txetxu entre sonrisas en su momento, logró algo que los más veteranos siguen recordando. Solo había una tribuna, así que recorrió la banda justo hasta donde terminaba la sombra. Dio dos pases de gol y metió otro. El fútbol es cosa de listos. Él siempre lo fue. Hasta para retirarse cuando nadie lo esperaba. O para protagonizar el mejor homenaje de la Historia del balón. Inglaterra, por vez primera, enfrentándose a un club. La noche, más allá del verde, fue intensa. Y eso que siempre cuidó su cuerpo como un templo sagrado, con ese eterno aire distinguido. La de un mito que jamás se sintió mito.
No me salen más palabras. Solo recuerdos entremezclados. Como el de aquel último abrazo que ya sabía a despedida y que guardaré en el zurrón de la memoria. Otra vez te retiras demasiado pronto. Tú sabrás. Seguro que tienes planes. Brindaré por ti con tu familia. Todos los años. Prometo no derramar lágrimas. Es más, lo juro. Como siempre lo hago. Por ti. Por la zurda de Txetxu Rojo.
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