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Decía Nico Williams que lo había dado todo y al final del partido no podía ni caminar. Debe ser el síndrome de La Cartuja. Porque ... los que estaban en la grada tampoco podíamos dar un paso. No solo por el agotamiento emocional y por un corazón que se paró hasta el último penalti. También por los kilómetros recorridos. Una familia athleticzale me contaba que habían llegado el viernes para comer. El sábado, al llegar tras el partido al apartahotel, el móvil les marcaba más de 40 kilómetros. Los peores los de la vuelta. Fue una extraña madrugada. Acabábamos de ganar la Copa, cuarenta años después. Habíamos recreado ese momento millones de veces. Nos imaginábamos eufóricos, cantando y agitando las bufandas al viento. Pero no. Alguien gritaba ¡Athleeeeetic! y el resto le seguía, pero de aquella manera. Nos habían advertido de que el estadio estaba tan lejos que por un momento creías divisar Burgos. Pero hay que vivirlo. La ida, con parada en la Hiria, se podía sobrellevar. Además se veían taxis y coches uber que acercaban a los afortunados, o más previsores, hasta cerca de la entrada. Pero el regreso no fue un volver. Sino un éxodo por el desierto de la noche sevillana. Y no fue lo peor.
Las agujas iban camino de las dos de la madrugada. Cuando ganas el reloj no importa. Que se lo pregunten a los del Mallorca. Llevaban esa mirada que tantas veces cargamos nosotros. Pensé en ellos al salir de La Cartuja. Perder y hacer esa kalejira de almas en pena debe ser para que te den un Nobel de algo o te desgrave Hacienda. En nuestro caso la experiencia se retardó por las celebraciones, la trompeta del Búfalo y el Txoria Txori más hermoso jamás escuchado. Pero tocaba regresar. Y empezó la odisea. Los del Mallorca se habían ido. Hablamos de unos 15.000. Los 45.000 restantes éramos del Athletic y salíamos a la vez. Daban igual zona, grada o puerta. El destino era el mismo. Una marabunta detenida ante una gran verja esperando turno. La abertura de la misma no excedía de los 12 metros, siendo generosos. Imaginen la escena. Pues se puede empeorar. Suena una ambulancia. Vemos las luces a lo lejos. Piden que nos apartemos para que pueda entrar. Un campo de esas dimensiones, en tierra de nadie, con espacio por todas partes y tiene que pasar justo por ese sitio.
Quien ideó ese sistema de emergencia debe de ser un psicópata o un cachondo con humor retorcido. O simplemente un inútil. La policía y la seguridad del estadio hacían lo que podían para abrirle el paso. Por suerte fue una final con un ambiente más tranquilo que un cumpleaños en un asilo. De lo contrario habría sido un caos. Cosa que nos pudo suceder en Valencia. Se ve que lo de montar finales de Copa todavía no lo han pulido bien, aunque llevemos un siglo largo celebrándolas. El caso es que entrada la ambulancia, que si era un parto llegó cuando el niño ya tenía barba, seguimos caminando. Obviamente no había un solo vehículo con ruedas para llevarnos. Bueno sí, la de los athleticzales que iban en silla de ruedas y que, si siempre son dignos de aplauso, esa noche se confirmaron como héroes. Los carteles anunciando el tiempo estimado para llegar al estadio o salir de él y alcanzar el centro de la ciudad ya no nos engañaban. Cuando caminas media hora y sigue poniendo 'La Cartuja a 15 minutos' sospechas que quien pintó esos carteles es el primo del que diseñó lo de las emergencias. Seguimos avanzando.
El caso es lento y de paso corto. Si es más largo pisas a la persona que llevas delante. Al menos hemos llegado a la Hiria. Está cerrada y no hay nada para beber. En una esquina vemos a un tipo que vende un vaso grande de algo que pretende ser Coca-Cola por 5 euros. Las manos con las que pone el hielo tienen más mugre que una alcantarilla. Da igual. Como si pillamos el tifus, el cólera o una diarrea más caudalosa que el Guadalquivir. Para dentro de un trago y a seguir. Por fin llegamos a Sevilla. A la de verdad. La hermosa. La que nos ha enamorado como anfitriona y a la que hemos dejado dinero, pero también cariño. La afición del Athletic y del Mallorca hacen cola en los pocos locales que tienen permiso para estar abiertos a esa hora. Son más de las dos. Vamos para la cama que mañana toca volver. Esa es otra. Al venir sufrimos un surrealista control de velocidad. Para multar a unos pocos cortaron la carretera como si hubiera obras, dejando un solo carril. Las colas kilométricas ya las han visto. Pues a la vuelta lo mismo y, además, en este caso se sumaron unas obras de verdad. Desvío por la general y paciencia. Pero no hay mal que por bien no venga. Tres finales de Copa más y adquirimos un tipazo de escándalo. Servidor bajó kilos. Y eso con lo que bebimos y comimos demuestra que, sobre todo, caminamos. Por eso todavía hoy, amigo Nico, seguimos algunos sin sentir las piernas.
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