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A Ernesto Valverde, los sesenta años que acaba de cumplir le han cundido bastante. No es de las personas a las que les gusta hablar de la edad que tienen, porque como comenta Rosa Belmonte en una columna en la que habla de la actriz ... Greer Garson, cambia constantemente, pero ha sabido aprovechar el tiempo, esos 21.915 días que ha vivido hasta ahora.
Ha hecho muchas cosas, no solo en el fútbol, pero sobre todo en el fútbol. Le ha dado para jugar en el San Ignacio de Vitoria, y luego en el juvenil del Deportivo Alavés y en su primer equipo, todavía con 18 años, un niño. Luego para marcharse al Sestao muy joven, y empaparse con los conocimientos de Javier Irureta, su entrenador, y los de algunos de sus compañeros de vestuario como Jon Aspiazu, cuyos consejos sigue aceptando, Manix Mandiola o José Luis Mendilibar, que como no para quieto, ahora se marcha al Olympiacos, donde Ernesto es una figura venerada. Seguro que hablan de ello.
Esos sesenta años que ahora cumple estaban muy lejos cuando hizo las maletas para irse al Espanyol, con su cuerpo menudo, su habilidad para infiltrarse entre los defensas y esa inteligencia que le permitía elegir lo mejor en cada momento. Le daba también para apuntarse a una escuela de fotografía, una de sus pasiones, y compaginarla con el fútbol profesional, y a devorar libros en las concentraciones con sus gafitas redondas, como recuerdan sus compañeros.
Los sesenta años le han cundido también para jugar en el Barça de Cruyff, y en el Athletic, que le había rechazado años antes, y después, ya superada la treintena, para concluir su vida de futbolista en el Mallorca. Le dio también para regresar a Bilbao y volver al Athletic, esta vez a Lezama, a formar chicos jóvenes y a formarse él como entrenador: Y a superar niveles. Incluso tuvo tiempo para ponerse el traje y la corbata en los despachos de Ibaigane, a la vera de Andoni Zubizarreta, en la dirección deportiva.
Pero aunque el palacio está rodeado de jardines, a Ernesto le gustaba oler la hierba fresca recién cortada en los terrenos de juego y volvió para dirigir al filial. Y como Zubi sabe escuchar consejos, no olvidó el que le dio Aimé Jacquet, el hombre que ganó el Mundial con Francia en 1998, y que le dijo que a veces en casa se encuentra lo que no hay afuera, así que, simplemente, miró a Lezama y vio que Ernesto Valverde ya estaba listo, y le concedió la oportunidad del primer equipo, y el comienzo de una larga carrera, con muchos éxitos y algún fracaso.
En el Athletic elevó el nivel de exigencia, con sus maneras de 'líder discreto', que destacaba el reportaje de Juanma Mallo en EL CORREO el día que cumplió 50 años. El equipo dio un salto hacia delante, y cuando no aceptó la oferta de renovación, se tomó un año de descanso antes de recalar en otra de sus referencias, el Espanyol, donde alcanzó una final de la UEFA que perdió a penaltis frente al Sevilla.
Luego el Olympiacos griego, de nuevo éxitos -tres superligas, una Copa-, y varias exposiciones fotográficas, el paréntesis anómalo de Vila-Real, entre las dos épocas griegas, la pacificación de un Valencia que andaba de los nervios, el regreso a Bilbao, donde él mismo se encargó de estropear su frase de presentación de que nunca segundas partes fueron buenas, la clasificación para la Champions, una final de Copa con el Athletic y una Supercopa ganada al Barça. Además, un libro de fotografía a medias con Bernardo Atxaga, sus conversaciones íntimas con Jonan Ordorika y con cualquier fotógrafo que se le acercara.
Luego llegó el Barcelona, un oferta que ningún entrenador puede rechazar y que saldó con dos Ligas, una Copa y una despedida miserable por perder en la Supercopa, excusa rastrera. Y, claro, la tercera vez en el Athletic, más de 500 partidos lo contemplan, y unas pocas diferencias de cuando se sentó en el banquillo por primera vez. Ya no se viste con traje, tiene algunas arrugas y no la piel tersa de aquellos días; el pelo con más canas.
Pero el mismo talante, mucha más sabiduría, un manejo espectacular del vestuario, y esa cualidad intangible que consiste en tener tranquila a la afición, porque todos saben que la nave la maneja una persona que siempre la lleva a buen puerto.
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