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De principio a fin, se dispararon los decibelios en San Mamés. Al principio por una cosa, al final por otra, pero los medidores de sonido se estropearon con el ruido tan intenso que atronó la Catedral. Primero, ya antes de empezar, había un griterío descomunal ... en la grada. De alegría, sobre todo, esperando la salida del equipo al campo para darlo todo. Ese ruido y esa algarabía ayudan a los futbolistas que, a veces, se sienten llevados en volandas por las gradas. Saltó el Athletic al campo, le recibió el Villarreal con un pasillo cariñoso, en el que Marcelino García y Rubén Uría repartían abrazos a quienes fueron sus pupilos, y subió el volumen de las tribunas a límites insospechados, casi como para multa medio ambiental.
Luego llegó el ruido por otra causa, la de deplorar el arbitraje estrambótico de Cuadra Fernández, que es balear como el Mallorca, que tuvo tela. Los decibelios también se dispararon cuando señaló el primer penalti, cuando lo hizo con el segundo, y cuando se marchó del campo. Pero el descontento con el del pito también se repartió entre los dos bandos, porque la expulsión de Comesaña fue de chiste, la tarjeta amarilla a Iñaki Williams, también, y varias acciones para uno u otro bando no las entendió absolutamente nadie. Pero qué le vamos a hacer. Cuadra es el que expulsó a Nico Williams en el Villamarín, y es de esos árbitros que se crece con el castigo. Que se crece en el número de errores por minuto, aclaremos. Como decía Valverde al final, son situaciones del fútbol de ahora, un eufemismo que explica bastante bien lo que ocurrió. «Me tengo que volver a mirar el reglamento», confesaba lacónico.
Y entre decisión y decisión del árbitro, y de sus colegas del VAR, que parecía que eran ellos los que estaban de resaca y no los jugadores del Athletic, también hubo un partido, que los rojiblancos afrontaron con ánimo ante un rival que empuja, y mucho, y al que Marcelino García Toral está devolviendo sus señas de identidad pasito a pasito.
Animaba la grada de San Mamés como si no hubiera un mañana, llenó los graderíos por encima de los 50.000 espectadores, y vivió la fiesta durante los 93 primeros minutos, hasta que llegó el penalti que amargó un poco a los aficionados, que jalearon todos los cambios, del primero al último, y se quedaron al final para esa celebración ya tradicional en la Catedral esa comunión entre los seguidores y los futbolistas, que tuvo su máxima expresión con la kalejira de la gabarra, pero también con la fiesta improvisada por los jugadores y por la que algunos fueron expedientados, cuando, como dijo alguien, merecían recibir la medalla a la convivencia.
Todo eso se alimenta en los pequeños detalles cotidianos, como el de la comunión entre todos al final de los partidos, haga calor o frío, llueva o nieve, se gane, se pierda, o se empate como frente al Villarreal, que son dos puntos que se pierden por una decisión injusta, pero que también se podían haber perdido por el empuje del equipo de Marcelino, cuando, después de que Sancet adelantara al Athletic en el marcador, empezaron a pesar, casi por primera vez en la temporada, las piernas de los futbolistas de Valverde. Ha sido una semana llena de emociones desde el sábado anterior hasta el domingo, de muchos bailes, cánticos, cenas, comidas y hasta algún cubata, que nadie en su sano juicio osará reprochar a los jugadores. Se vino el equipo atrás, con un jugador más que el rival, y permitió que el Villarreal tuviera sus oportunidades. Y el equipo castellonense son un equipo con enjundia, capaz de crear incluso en inferioridad.
Eso fue lo que sucedió en el campo, del que los aficionados salieron con una mezcla de disgusto, cabreo e ilusión, que son elementos, sobre todo el último, que no mezclan bien entre ellos, pero contentos, al fin y al cabo, porque la Copa lo cura todo, y ese trofeo tan manoseado desde que llegó a Bilbao, sigue generando la misma ilusión que cuando cayó del lado del Athletic hace algo más de una semana. Cuando pensemos en Cuadra Fernández, rebobinemos hacia la Cartuja y se pasarán todos los males.
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