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Es bien sabido que, a lo largo de una temporada, un equipo juega tantas finales como comedias francesas del año aparecen en las carteleras. Es ... decir, unas cuantas. Hay que reconocer que abusamos de la palabra final, pero no con mala fe. Simplemente, nos puede la emoción y por eso hay tantos partidos que nos parecen decisivos y terminantes, aunque sepamos que no lo son. Por ejemplo, el del domingo en Villarreal. Está claro, objetivamente hablando, que no es una final, ya que a su conclusión quedarán todavía 24 puntos en disputa, pero no importa. Dejémonos de matices: es una final y con esa convicción la afrontarán los dos equipos, quizá un poco más el de Marcelino, al que una derrota no sólo le complicaría mucho la pelea por el cuarto puesto sino que le pondría en grave riesgo el quinto, que este curso, con toda probabilidad, tendrá el premio de la Champions.
Aunque no lo parezca, todo esto viene a cuento de un recuerdo personal: el del último partido del Athletic en El Madrigal, el 5 de noviembre de 2023. Qué quieren que les diga: en una temporada con tantas satisfacciones como la pasada, aquella fue una de las que mejor me hicieron sentir. De hecho, fue en aquel partido correspondiente a la jornada 12 y en aquel campo en el que los rojiblancos sólo habían ganado una vez en Liga en sus 17 últimas visitas cuando algunos nos convencimos de que el equipo de Valverde estaba llamado a hacer algo grande.
Este convencimiento, por supuesto, se forjó en la espectacular actitud con la que los jugadores del Athletic saltaron al campo. Fue algo asombroso, pocas veces visto fuera de San Mamés, y todavía menos en un escenario tan poco propicio. Me refiero a la manera en la que, desde el pitido inicial, los rojiblancos se lanzaron al abordaje. En el minuto 2, Ruiz de Galarreta abrió el marcador con un bonito derechazo desde la media luna. Era su primer gol en Primera y todavía sigue siendo el único que ha marcado en la máxima categoría el eibarrés, que por cierto no podrá jugar el domingo por lesión. Ese 0-1 tuvo continuidad y a la media hora el Athletic, aquel día de azul y con medias rojiblancas, ganaba ya por 0-3 con dos goles más de los hermanos Williams.
Es cierto que aquel partido se acabó ganando con un escalofrío final, ya que dos errores defensivos costaron dos goles en los minutos 86 y 87. También es verdad que el Villarreal de Pacheta andaba un poco en el alambre, que era un grupo debilitado por la íntima convicción de ser mucho peor que la temporada anterior tras las ventas de Pau Torres, Jackson y Chukwueze. Ahora bien, la exhibición de los rojiblancos, su ferocidad desde el arranque para sentenciar el duelo de una forma tan expeditiva, nos dejó boquiabiertos. No estábamos acostumbrados a esas demostraciones fuera de casa y menos en El Madrigal, un campo en el que algunos llegamos a ver rayos C brillando en la oscuridad más allá de la puerta de Tannhäuser. Por ejemplo, en 2002, cuando en el minuto 41 el Athletic perdía ya 5-0.
Han pasado 17 meses desde aquel 2-3 de tan grato recuerdo y las cosas son diferentes. Lo son, sobre todo, para el Villarreal, que ha mejorado mucho con la llegada de Marcelino y que, tras su pifia en la Copa con el Pontevedra, ha podido dedicarse en exclusiva a la Liga, lo que no deja de ser un lujo, sobre todo si se compara con el calendario tan ajetreado de sus principales rivales. El Athletic, por ejemplo, ha jugado once partidos más (42 frente a 31) y se le empieza a notar el desgaste. ¿Qué ocurrirá? A saber. Uno, por dar un consejo, propondría a los rojiblancos que un día de estos vean esa primera media hora de su última visita al Madrigal. Para recordar cuál es el camino correcto, vaya.
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