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El Athletic se llevó una sonora pitada el domingo. Que un equipo que había hecho méritos sobrados para ganar y se había entregado hasta la extenuación recibiera semejante muestra de desaprobación pudo parecer injusto si uno atendía exclusivamente a lo ocurrido sobre el césped. Pero ... los pitos no eran por la derrota ante el colista. Un partido así en la quinta jornada, por ejemplo, no hubiera provocado nunca ese tipo de reacción del público. Eran unos pitos de rabia y desahogo por lo sufrido a lo largo de la temporada, durísima en San Mamés con ocho derrotas, y también una muestra indirecta de preocupación por lo gris que se barrunta el futuro del Athletic.
Esta inquietante percepción es mucho más grave que no entrar en la Conference League, por mucho que la séptima plaza haya estado este año baratísima. La realidad es que ninguno de los problemas que vienen arrastrando los rojiblancos en el último lustro tiene visos de solucionarse la próxima temporada. Es más, la convicción general es que se agravarán por la marcha de un futbolista clave como Iñigo Martínez y por el lógico declive de un buen número de jugadores muy veteranos que son titulares. Dijo Valverde tras perder contra el Elche que a voluntad no le gana nadie a su equipo. Pues bien, para pensar que el Athletic va a crecer en la campaña 2023-24 hace falta un voluntarismo superior al que exhiben en el campo -y eso nadie lo discute- los futbolistas rojiblancos.
En este sentido, no estaría nada mal que la directiva se tome muy en serio la necesidad de reforzar la plantilla. Hay que decirlo con un punto de alarmismo porque parece que en Ibaigane no lo tienen nada claro. Vincular los refuerzos al hecho de que el equipo se clasifique para Europa y pueda recibir un buen dinero por ello, como vino a decir Jon Uriarte hace dos semanas, es una insensatez. Mientras se mantengan los objetivos que se le exigen las necesidades del equipo serán las que son con independencia del estado de las arcas del club. No parece difícil de entender, ni siquiera para una directiva que, a falta de otra cosa que ofrecer y en el centro de las críticas por su gestión deportiva, está obsesionada con que se le puedan valorar sus méritos económicos.
Otra cosa distinta, por supuesto, sería que al equipo se le rebajaran las exigencias, algo que no parece muy probable en un presidente que llegó prometiendo electroshock y fútbol rock and roll. Pero lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible, como dijo 'El Guerra'. Por ejemplo, y aplicado al fútbol, exigir mejores resultados teniendo peor plantilla. Dicho de otro modo: si a Uriarte le apetece volver a comparecer este verano en compañía de Valverde y Muniain para establecer oficialmente el objetivo de Europa, algo que no parece muy probable si tiene en cuenta la gracia que les haría al entrenador y al capitán repetir esa 'performance', debería hacerlo con el aval de varios fichajes que, al menos, pudieran servir para que el equipo no pierda nivel competitivo.
Al Athletic le conviene andarse con pies de plomo, serenarse, pensar con un poco de frialdad. Ni siquiera un milagro colosal el próximo domingo en forma de clasificación para la Conference debería cambiar un ápice el análisis de una plantilla que, lejos de progresar, ha bajado su rendimiento respecto a la pasada temporada. No parece haber forma de solucionar los problemas de un equipo que no deja de tropezar en las mismas piedras, que se derrumba sin remisión en el final de cada Liga y que, si todo transcurre con normalidad, este fin de semana batirá su récord de años ausente de competiciones europeas.
Círculos viciosos
El Athletic se encuentra sumido en un círculo vicioso. O mejor dicho, en varios. Por un lado, necesita jugar con mucha intensidad para suplir su déficit de calidad técnica y de gol, pero al hacerlo acaba muchas veces sumido en un estado de ansiedad y de hiperventilación colectiva que resulta demoledor a la hora de afinar en ataque. Viendo al Athletic el domingo en el área del Elche daba la sensación de que sus jugadores intentaban enhebrar una aguja a 180 pulsaciones por minuto y con 40 de fiebre. Una auténtica agonía, un estrés brutal que haría desmayarse a un rinoceronte. Por otro lado, el equipo vive año tras año pendiente de Europa, objetivo deportivo y económico por lo visto irrenuciable, una meta que nadie puede cuestionar, aunque tenga argumentos para hacerlo, sin que parezca una afrenta al club, a su grandeza histórica.
En realidad, Europa se está convirtiendo una obsesión colectiva de la que participamos todos en una u otra medida. Y que puede resultar peligrosa, una fuente constante de frustración y mala leche, y desde luego un serio contratiempo a la hora de gestionar la plantilla. Se ha visto con crudeza esta temporada en la que la fijación europea ha traído consigo una gestión conservadora por parte Valverde, que ha apostado por un bloque con muchos veteranos y sólo ha confiado en dos jóvenes, Sancet y Nico Williams. Todo indica que la apuesta se ha perdido y que, en realidad, se ha perdido una temporada. Salvo que Jon Uriarte se esmere en este mes y medio y aplique el electroshock en la mejora de la plantilla, donde realmente debe hacerlo, y no en la moral de los aficionados, el Athletic que se presentará en julio lo hará en peores condiciones que el año pasado.
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