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En torno a la final entre el Athletic y la Real, entre otras, tres reflexiones. Los altercados en la calle Pozas la tarde del partido y, más en general, el auge de la violencia social por diferentes eventos; la actitud de demasiadas personas de saltarse ... las restricciones sanitarias por la pandemia y, en tercer lugar, una reflexión sobre la capacidad de un equipo de fútbol para suscitar tales fervores y adhesiones. Los tres temas exigen tratamiento propio. Hoy, aquí, me detendré en el tercero, aunque quiero apuntar que uno de los elementos claves para entender los dos primeros reside, a mi juicio, en una crisis social de la autoridad.
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La Real en Gipuzkoa, como el Athletic en Bizkaia, son iconos que los futboleros e incluso muchos, sin serlo, adoptan como algo suyo, como un elemento que entienden como identificador de un colectivo, vizcaínos y guipuzcoanos respectivamente. Sociedades diversas en tantas cosas, por ejemplo, en sus preferencias políticas, y en las tomas de decisiones estratégicas (más en Gipuzkoa que en Bizkaia -dudo mucho que el Guggenheim se habría podido edificar en Donosti-), sin embargo, como me decía un responsable de un medio de comunicación en Gipuzkoa, «una cosa nos pone a todos de acuerdo: la Real», lo que le inducía a llevar a la portada lo que fuera de la Real, sabiendo que así no tendría problemas de ningún tipo.
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La Real no solamente es elemento identificador de los guipuzcoanos, sino que también es uno de sus escasos símbolos cohesionadores, como lo es el Athletic en Bizkaia, tanto que sobre la simbología de ambos equipos, bandera, himno, memoria histórica, relatos de momentos fuertes, de euforia y de decepción, jugadores icónicos... construyen una parcela importante de su propia identidad colectiva. Así, la Real y el Athletic, el Athletic y la Real, adquieren, siguiendo la clásica e histórica distinción entre lo sagrado y lo profano, formulada hace más de 110 años por uno de los padres de la Sociología de todos los tiempos, el francés, agnóstico, Emile Durkheim, lo que en la sociología de nuestros días cabe denominar como una sacralidad secular o una sacralidad laica, para distinguirla de la sacralidad religiosa.
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Aunque ambas sacralidades parten, en mi opinión, siguiendo a Hans Joas (no confundir con Jonas), como la expresión de lo que sienten como una experiencia extracotidiana -como una final de Copa, ansiada, soñada, recordada, ritualizada- vivida con euforia inenarrable o como decepción cruel, como una sensación de vivir una experiencia que no se explica solamente como algo que nace de ellos mismos, sino como que nos viene dado, por el contexto, y por la socialización recibida, y la hemos hecho nuestra.
En efecto, cuando se viste a las niñas y niños con los colores de la Real o del Athletic, y no digamos si se les lleva a San Mames o al Reale Arena y ven vibrar y exaltarse a sus padres y a los miles de personas cuando su equipo marca un gol, es difícil encontrar una experiencia socializadora mayor, que hace que, con la repetición y rememoración, se convierta en un ritual conformador de su personalidad. Esto vale para el fútbol, para los sentimientos religiosos, políticos, para las opciones de valor, por ejemplo, en la defensa de los derechos humanos, en la lucha feminista, en el objetivo de salvación ecológica del planeta... Y todos, también la sacralidad del futbol, son importantes en la construcción de la personalidad individual, así como colectiva.
La rivalidad entre colectivos contiguos, o entre colectivos con fuerte identidad, es proverbial. Cuando esta identidad está ligada al poder, al dogmatismo de considerar que ellos, y solo ellos, poseen la única verdad, o que ellos son, indiscutiblemente, los mejores, la rivalidad puede devenir explosiva. Recuérdense las guerras de religión, el actual terrorismo yihadista, los nacionalismos excluyentes, las guerras por soberanías territoriales... Es también el caso de las rivalidades deportivas, aunque no con la virulencia de las arriba mentadas, pero alimentadas por identidades excluyentes que llegan a rechazar las del equipo rival.
Entre los whatsap que he recibido estos días había uno en el que un aficionado, poco importa si de la Real o del Athletic, manifestaba que no le deseaba al equipo rival que descendiera a Segunda, quería que desapareciera, a lo que seguían improperios que no tienen cabida en estas líneas. Hay que recordar, aquí, peleas entre aficiones rivales, en algún caso con consecuencias fatales.
Hay rivalidad entre seguidores de la Real y del Athletic. Me parece normal y positivo. Indica un apego a una historia, unos colores y una bandera que forman parte, muy querida, de la propia identidad. Pero esta rivalidad, para que no degenere en destructiva, exige una sola condición. Respeto a la identidad, ilusiones, colores y banderas del rival. Quiero concluir este artículo con mi rotundo aplauso a los aplausos (vale hoy la redundancia) del capitán del Athletic, Iker Muniain, a los jugadores de la Real cuando estos levantaban la Copa. Este gesto engrandece al Athletic y al fútbol vasco. Gracias, eskerrik asko, Iker.
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