De Aritz Aduriz nos quedará para siempre la foto fija de su último gran gol. Suspendido en el aire a una más que considerable altura, la espalda paralela al suelo y su bota derecha impactando con el balón que un instante después se estrellará en ... la red de un incrédulo Ter Stegen. Con el paso del tiempo esa foto se convertirá en otro icono del Athletic, como la instantánea de Iribar volando en una de las porterías de Lezama.

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Los que lo miden todo en números, recordarán también el hito de sus cinco goles al Genk en un partido de la Europa League, un registro que le emparenta con otros mitos como Zarra, Gainza o Fidel Uriarte, con aquel viejo fútbol cuando los delanteros del Athletic sembraban el pánico en las defensas contrarias.

Pero por encima de la plasticidad de su juego aéreo o la rotundidad de sus estadísticas, de Aduriz siempre nos quedará su fidelidad a un club que le negó dos veces y en el que solo consiguió acabar triunfando, ¡y de qué manera!, al tercer intento.

El Athletic nunca podrá agradecer lo suficiente la lealtad de su delantero. Se dan casos en los que un club corrige un error recuperando a un futbolista que descartó en su primera fase de formación; que un club se equivoque dos veces con el mismo jugador ya es más raro; que ese jugador regrese cada vez que se reclamen sus servicios cuando las cosas no pueden pintar peor, puede considerarse un caso excepcional de amor a unos colores.

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Aritz Aduriz ha sido un futbolista tardío. Su explosión llegó cuando ya había cumplido la treintena, algo insólito sobre todo tratándose de un delantero centro. Ya llegó un poco tarde al primer equipo del Athletic, donde debutó a los 21 años. Heynckes solo le concedió unos pocos minutos en tres partidos. Había poco sitio en una delantera en la que estaban Urzaiz, Etxeberria y Ezquerro y en la que las oportunidades se reservaban para Arriaga.

A Aduriz no se le cayeron los anillos por jugar un año en Segunda B, en el Burgos concretamente, donde marcó 16 goles que le valieron para ascender un peldaño recalando en el Valladolid. Catorce goles en su primera temporada y seis en el arranque de la segunda prácticamente obligaron al Athletic a repescarlo en Navidad para tratar de salir del atolladero en el que estaba metido en aquellos momentos. Tiempo después le pusimos nombre a aquello: era el inicio del bienio negro.

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Los seis goles que marcó Aduriz en los quince partidos en los que participó ayudaron a pasar aquel mal trago. Los dos cursos siguientes, tumultuosos para el Athletic dentro y fuera del campo, no le sirvieron para asentarse. El club apostó por Llorente, ojo clínico, y Aduriz tuvo que hacer las maletas de nuevo, esta vez rumbo a Mallorca. Sus goles llamaron la atención del Valencia y en Mestalla estaba cuando Urrutia, compañero en el año de su debut, que ya tenía sospechas más que fundadas de que se iba a quedar sin el que hasta entonces había sido delantero centro titular, le reclamó desde su despacho de Ibaigane.

Si somos sinceros, no hubo fuegos artificiales para celebrar el nuevo regreso de Aduriz. El mundo rojiblanco estaba traumatizado por el affaire Llorente y al fin y al cabo Aduriz era un futbolista de 31 años, de buen nivel sí, pero en el final de su carrera deportiva, al que como mucho cabía pedir que hiciera de puente hasta la llegada de un nuevo delantero.

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Ayer se escribió el último capítulo de una historia que se ha desarrollado a lo largo de ocho temporadas magníficas. Resulta que aquel delantero al que se suponía en el ocaso de su trayectoria, guardaba lo mejor de su fútbol para convertirse en el referente del Athletic a la tercera oportunidad.

Pero el adjetivo no se circunscribe a su trascendental papel en el terreno de juego, sino a lo que se espera de un futbolista que viste la camiseta rojiblanca cada vez que salta a un terreno de juego. Hablamos de valores que lamentablemente han caído en desuso.

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