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He tenido la tentación de titular esta columna con el Aurten Bai, pero alguien me dijo que no hay que mentarlo más, que da yu-yu, mal fario. Como aquel gesto de Muniain de tocar la copa en la final que disputamos (es un decir) ... contra la Real. Así que me limitaré a regodearme con la magnífica posición Champions que el Athletic ha alcanzado en la tabla, con diez puntos de colchón para poder entrar, por fin, en Europa. En el meridiano de la competición liguera lo ofrecido es excelente, y prometedor para la segunda parte de la temporada, culminada esta primera vuelta con una victoria meritoria en el Pizjuán, lo que no era fácil, aun con un Sevilla en horas bajas.
¿Es dable echar las campanas al vuelo? ¿Si no lo hacemos somos cenizos o agoreros? ¿Lo somos si apelamos al recuerdo de pretéritas experiencias? Porque decía Valverde hace unos días que en el curso pasado el equipo, y por extensión, puede entenderse, la afición, estábamos instalados en el «fatalismo», y que las cosas salieron mal, asimismo, por la «fatalidad» que nos persiguió en muchos partidos. O sea, por un lado, que creíamos que nos iba a salir mal, y nos acababa saliendo mal. Por otro, que circunstancias extrañamente concatenadas nos privaron de muchos puntos y victorias. Y que todo ello acabó por dejarnos sin el objetivo europeo, así como sin final copera (recordemos la semifinal ante Osasuna), metas ambas frustradas.
Aunque agua pasada no mueva molino, lo de la temporada precedente tiene su análisis, y lo hicimos en su momento. No sabemos si por fatalismo o por fatalidad, pero el Athletic no cumplió su formalmente declarado objetivo de clasificación europea. Fracasó, sin medias tintas.
Porque no acumuló méritos suficientes. Punto. Y tampoco hubo real autocrítica sobre las razones de la decepción, ni la ha habido después, ni por técnicos ni por gestores, porque la fatalidad y el fatalismo no lo explican todo. Quizás una mala planificación de los efectivos que condujo a que el equipo se cayera en el último tramo de la temporada (lo que, por cierto, ya ocurriera años anteriores con otros entrenadores y rectores).
Quizás una plantilla no suficientemente «larga», o con el fondo suficiente. No hemos conocido autocrítica sobre esas u otras cuestiones, más allá de los susodichos términos usados por Valverde. Sabemos que quizás sea demasiado pedir un ejercicio de crítica propia pública (la interna es cosa distinta), que es difícil en todos los órdenes de la vida, donde se acostumbra a citarla pero no a practicarla: ya saben, esto lo hicimos así y mal, y ahora lo haremos así y esperamos que mejor. Y en el caso de los entrenadores hay quien sostiene que no tienen que contarnos estas cosas a socios y aficionados, que no están para eso, y sí para lidiar con los medios e intentar no decir nada, o poco, en las apariciones públicas. Otros pensamos lo contrario, qué se va a hacer.
Lo cierto es que Ernesto Valverde sí que ha sabido cambiar el rumbo, o reforzar el que estaba siguiendo, mejorando, al fin, las prestaciones del equipo. Exprimir potencialidades y hacer la plantilla «más larga», dando entrada a otros jugadores y a cachorros que no defraudan, aunque haya sido en ocasiones obligado por las bajas o por la falta de rendimiento de veteranos. Pero lo ha hecho. Valverde sabe lo que se hace, Txingurri le va al Athletic como un guante. Cómo, si no, esos 500 partidos en la élite. Todo apunta a que la tercera parte de El Padrino acabará siendo también exitosa. Sin caer, todavía no, en la autocomplacencia, ni vender la piel del oso antes de cazarlo. Porque, pese a la importante renta acumulada, queda media Liga, que es muchísimo. Y queda la Copa. Y en Eibar espera, seguro, una dura prueba. Sin fatalismos. Ni euforia.
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