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Si a alguien se le ocurriera hacer hoy lo que la Real Sociedad y el Athletic de Bilbao hicieron aquella tarde, quizás no podría terminar de contarlo. «Por encima de mi cadáver», había advertido el ministro Fraga Iribarne, ese sacrificado político ... franquista que desde sus tiernos treinta años y hasta su muerte no conoció ni coches propios ni taxis, sino solo vehículos oficiales con chófer de gorra. Por encima de su cadáver, insistía Fraga, antes de legalizar esa ikurriña por la que en aquellos años se mataba y se moría. Estamos en 1976. Enero arrancaba con la muerte del guardia civil Manuel Vergara Jimenez, a quien le explotó un artefacto adosado a la ikurriña que quería retirar. Otros dos más morirían en Barakaldo y en Legazpia por el mismo motivo. Así hasta seis. Eran meses de enorme tensión en los que los defensores de la ikurriña jugaban al gato y al ratón, según las circunstancias. San Sebastián aparecería plagada de ikurriñas ilegales en las regatas de fin de verano. Arantza Kortaberria, de Hernani, terminó el día herida de gravedad por tiro de bala. En los meses que siguieron la Policía no daba abasto y se abrieron incluso expedientes disciplinarios porque los agentes se negaban a acudir a retirar ikurriñas que en muchas ocasiones tenían un paquete de pipas adosado a modo de señuelo.
Lo que hicieron el Athletic y la Real ese 5 de diciembre hay que situarlo en ese contexto en el que una amplia mayoría reclamaba y se movilizaba por el uso libre de la ikurriña frente a una Policía cada vez más atosigada y descolocada. ETA aportaba la munición y calentaba cascos en una situación cuyo control parecía escapar de las manos de los políticos franquistas. Habían perdido a su jefe de filas un año antes, el 20 de noviembre. Así que en ese contexto eso de «por encima de mi cadáver» no acababa de encajar del todo. Si la disyuntiva se hubiera cumplido y Fraga hubiera sido más coherente consigo mismo, habría muerto mucho más joven.
Los donostiarras iban quintos, y el Athletic estaba en décimo lugar, pero solo a tres puntos. El partido acabaría nada menos que 5-0, entre ellos un soberbio gol de cabeza de Satrustegi casi desde fuera del área, «uno de los mejores que me han metido», reconoce Iribar, pero la Liga terminó con los realistas en la octava posición, y el Athletic en el tercer puesto. En el antiguo campo de Atotxa. Pero eso fue al final, porque una hora y media antes, sin contar el descanso, los jugadores, de la mano de Iribar y de Kortabarria, los capitanes, habían contribuido a hacer historia. El público de Atotxa observó con sorpresa y entusiasmo que del túnel de vestuarios salían ambos capitanes al frente de los jugadores de cada equipo, en dos filas paralelas (algo que entonces no era habitual), y portaban en la mano una ikurriña no muy grande pero bien visible con la que avanzaron como si fuese un trofeo (que lo era) en medio del griterío hasta el centro del campo, en donde la enseña vasca fue sostenida en alto, mientras una banda tocaba música tras los jugadores colocados a los lados. La gente, sobre todo las personas mayores que aún recordaban las ikurriñas previas a la época de la dictadura, no pudo contener las lágrimas. Eran momentos de enorme emoción.
José Antonio de la Hoz Uranga era jugador de la Real, pero ese día no había sido convocado. Su hermana cosió la ikurriña, y él, tras comer en Getaria, la llevó al campo, no sin problemas: de camino, la Guardia Civil decidió revisar el coche en un control. Sin demasiado éxito, por lo que se ve. Primer obstáculo superado. La ikurriña, metida en una bolsa, entró en Atotxa por una ventana del vestuario y hubo que esconderla en un recipiente de agua bendita, antes de llevarla al banquillo. Después, De la Hoz se sentó en la primera fila de la grada y, según lo acordado, cuando salían los jugadores entregó la ikurriña con disimulo a los capitanes, tal y como habían pactado.
No había sido fácil: los futbolistas, (sobre todo Iribar y Kortabarria) corrían un riesgo evidente y la decisión de salir con la ikurriña debía contar al menos con dos factores, además de su valentía: discreción absoluta (nadie se podía enterar) y el visto bueno de todos los implicados, los veintidós jugadores, justo en el último momento, y cuando era difícil dar marcha atrás, de la propuesta inicial realista. Nadie debía sospechar nada. Una vez tomada la decisión había que idear un sistema, también discreto y sigiloso, para poder sacar la bandera hasta la puerta. Ese sigilo fue la clave del éxito. Gaztelu, autor de dos goles, se llevó la ikurriña a casa tras el partido, hasta que la Real se la reclamó para el museo. No tengo ninguna duda de que aquel día se dio un paso de gigante en la legalización de la ikurriña, cosa que sucedió a las pocas semanas. El gran Iribar fue uno de los protagonistas. Hoy habría acabado casi con seguridad en Bélgica, en Suiza o en la cárcel. A elegir. ¡Qué importantes son los símbolos!
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