Es un caso simpático lo de Marijaia y el txupin. Siempre es lo mismo. El petardazo. Los meneos frenéticos del muñecote en la balconada del Arriaga, el confeti blanco y rojo envolviendo la atmósfera densa, la muchedumbre sudorosa cociéndose en su salsa, chup chup chup, ... y gritando como loca. Y la música. Esa música que en cuanto suena activa un resorte íntimo, como de alegría adolescente. Le quedó redondo a Kepa Junkera el himno ese, 'Badator Marijaia', que escucharlo y sonreír es todo uno.
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Siempre es lo mismo, sí. Pero el arranque de Aste Nagusia no pierde ni un pelo de magia ni de potencia. De emoción. Ocurrió este sábado, a las siete de la tarde. La plaza del Arriaga inflamada, más de 40.000 almas, los pañuelos al cuello, los brazos al cielo, la trikitixa a tope. Ya estamos en la 44 edición de las fiestas de Bilbao, las más multitudinarias, las más desfasadas. Un maratón de nueve días de alegría y excesos, de jubilosa búsqueda del placer, de juegos, gastronomía, deporte, tradición y cultura. El hito temporal que divide el año en dos. No hay muchos lugares en el mundo que disfruten de un periodo festivo tan extenso, quitando algunos cultos animistas y bodas tribales.
La jornada fue desarrollándose de menos a más. La mañana fue plácida en la ciudad. A las doce del mediodía algunos termómetros marcaban 35 grados. Los columpios estaban llenos de niños y rodeados por empalizadas de padres. Junto a la ría la gente paseaba con sus mascotas y los turistas con su precioso despiste. Había ciclistas en los bidegorris y vendedores ambulantes con racimos azules de pañuelos de fiestas.
Se notaba que había más movimiento en Bilbao que los dos sábados anteriores, mortecinos, cuando las calles estaban reservadas para los extranjeros y un puñado de vecinos disidentes de los destinos estivales. Es porque ayer ya había regresado mucha gente de sus vacaciones con el objetivo de estrenar la Aste Nagusia. Ya en el partido del Athletic contra el Getafe, el jueves, se notó una afluencia impropia de mediados de agosto.
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A mediodía, en los supermercados había familias con arena aún en los tobillos que buscaban llenar la nevera tras un tiempo fuera. Y también había grupos de jovenzuelos comprando embutido, patatas fritas y productos de esos envueltos en muchos plásticos crujientes para alimentarse sin complicaciones antes del txupin. Algunos habían tomado como centro de operaciones el piso de uno de ellos, cuyos padres aún seguían en Cádiz. Este es un proceder muy habitual por estas fechas que a menudo termina en crisis familiar y quebranto de confianza.
Claro, lo del txupin no se sabe nunca como va a terminar. En una gasolinera del Txorierri despedían a una compañera con besos y todo. «Por si no te veo, Nerea, pásalo bien y disfruta de Marijaia. Hasta mañana». Hasta mañana, le decían, y la despedían como si se fuese a Pearl Harbor.
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Horas antes de que apareciese Marijaia ya se veía a multitudes con el pañuelo de fiestas al cuello, personas que queriendo integrarse delataban tiernamente su extranjería. «Que no se pone hasta poco antes del txupin», informa siempre algún local, como compartiendo un secreto.
A las cinco de la tarde ya había cuadrillas tomando posiciones en la plaza del Arriaga, sentadas en formaciones circulares y también ocupando espacios en el graderío. Unas con huevos y harina, otras con pancartas y doctrina. Todo rutina e inercia convertida en tradición. En todo el entorno, en El Arenal y en la calle Navarra, un montón de Policía. Ya había advertido el Ayuntamiento de que la seguridad sería una prioridad y que además saltaría a la vista con un despliegue imponente de uniformes y vehículos.
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A las seis y media ya se empezaba a notar esa atmósfera tan extraña que lo envuelve todo cuando algo importante está a punto de ocurrir. No es fácil describirlo. No es la calma antes de la galerna, porque calma no hay. Las cuadrillas empiezan a cantar. Hay música. Muchas ni esperan y ya se lanzan la harina y los huevos y todo se pone perdido.
Quince minutos antes de las siete el puente del Arenal está lleno, colapsado. Comienzan los conflictos. Hay quien se pilla un buen berrinche porque no puede seguir avanzando. «¿Nos dejáis pasar, por favor?», preguntan bobamente. La masa humana compacta les mira y encoge los hombros. «¿No veis que no se puede?». Y ya vienen los morros y el mal genio. Por si fuera poco, cuando arranca el pregón, que apenas se oye, un globo en forma de unicornio blanco con imponente crin rosa emerge entre el gentío. «¡Baja el unicornio, coño!», gritan los de atrás. E insisten mucho, cada vez más alto. Y ahí sigue el unicornio, ocultando la balconada del Arriaga para una parte de la concurrencia, cada vez más molesta. Hasta que a todo el mundo le acaba dando la risa de lo ridículo de la situación.
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Así fueron pasando los minutos. Y a las siete, lo dicho. El txupin, Marijaia, el desparrame, apretujones, abrazos, alegría, rebozado de harina y huevo. «¿Y el pregón?», pregunta una señora. «¡Que ya ha sido!». «Joder, no sé lo que me fumo...».
A continuación la chavalada se fue a bañar a la ría poquito a poco. Los tres primeros jóvenes, dos chicos y una chica, comenzaron a bajar la escalera tímidamente. Les preguntaron a los de la Cruz Roja que vigilaban desde una embarcación de rescate si podían lanzarse. Les dijeron, lógicamente, que no. Hicieron los jóvenes ademán de retroceder hasta que se dieron cuenta de que mucha gente les miraba y les veía mojigatos, cobardicas. Uno comenzó a bajar, resbaló en el verdín, cayó con medio culo en el agua, el ridículo fue curioso. Después todo el mundo perdió el miedo y se produjo el chapoteo de otros años. Mucha gente ahí.
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Otros no se lanzaron al Nervión y caminaban por la Gran Vía cubiertos de harina y, atención, ketchup. «¿Cómo sienta la harina?», les preguntaron dos jóvenes. «Muy bien». «¿Y el ketchup?». «Eso algo peor». «¿Y si os ponemos unas anchoas?». «Prueba a ver qué pasa». Y así empezó el coqueteo en uno de los ligues más rápidos de Aste Nagusia.
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