Nos sorprende cada año la presencia extranjera en la Semana Grande. Es una sorpresa recurrente. Se me ocurre ahora que los turistas llegaron a las fiestas para sustituir a los pies negros. Eso ha sido bueno en términos económicos y cosmopolitas. Y malo, quizá, para ... las crónicas de sucesos. También, imagino, para los fabricantes del producto con el que el Ayuntamiento fumigaba a los pies negros.
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Hay que decir que los extranjeros que vienen a Bilbao son unos extranjeros ejemplares que no necesitan en absoluto ser fumigados y muestran, además, la mejor disposición. Todo parece gustarles mucho. Especialmente, los pintxos más barrocos, cuya composición suele serles explicada en inglés creativo por un camarero que tiene mucho lío e insiste en que 'pimiento' se dice 'popper'.
Lo que nunca sé es si los turistas que llegan a la ciudad en fiestas saben de antemano que la ciudad está en fiestas. O si les pilla todo por sorpresa. Imagínenselo. Entran en el hotel céntrico algo extrañados por el barullo que parece haber en la calle y se cruzan en el ascensor con un torero vestido de luces que parece preocupado y con un picador que lleva un sombrero extraño y encarna una paradoja hispánica: Don Quijote engordando tras haberse comido a Sancho Panza.
¿Estarán advertidos los agentes de viajes, no sé, de Escandinavia de que la penúltima semana de agosto a Bilbao solo hay que enviar a viajeros que persigan el jolgorio? ¿Y la gente que se organiza las vacaciones por su cuenta? Imagínense a esa pareja, no sé, de alemanes que planeó hace meses pasar unos días tranquilos lejos de las rutas del turismo masivo; esa pareja que solo quiere disfrutar de los museos y la arquitectura religiosa, visitar algún restaurante y recogerse pronto porque nada valoran tanto como una noche de sueño reparador en una pequeña ciudad europea; esa pareja, en fin, que estudió la oferta de apartamentos turísticos para esta semana y escogió uno que estaba junto a un lugar tan pacífico que incluso parecía contar con un civilizado kiosko de música: el Arenal.
Sin embargo, la posibilidad de que nuestra pareja de alemanes esté ahora mismo llegando al apartamento con la cabeza llena de purpurina tras haber pasado la noche en las txosnas e interactuado con 'Las Fellini' en el escenario de Pinpilinpauxa no es desdeñable. Ya digo que los extranjeros parecen tener una gran capacidad de adaptación. Y la certeza de que, si ves una fiesta, saltas dentro de ella. Es envidiable. De hecho, creo que es la actitud correcta. Ante cualquier cosa. El miércoles se sentó a mi lado en Vista Alegre una pareja de estadounidenses que no solo no entendía nada, sino que parecía descifrar el espectáculo de un modo constantemente erróneo, dando por hecho que estaba bien todo lo que estaba mal y que el toreo es una especie de ritual punk destinado a que los banderilleros pasen apuros y el público pueda abroncar violentamente a la autoridad, o sea, a Matías, presidente y mártir. Pues los americanos se lo pasaron bomba. Les encantó la tarde. Más que a mí.
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