Cien años de Mendizorroza
Mendizorroza bajo la nieveCien años de Mendizorroza
Mendizorroza bajo la nieveCuando despertó, Mendizorroza todavía estaba allí». Mendizorroza no es el dinosaurio del microrrelato de Augusto Monterroso, pero contiene su misma presencia poderosa, constante, irremplazable, el valor atemporal que lo convierte en monumento. Más allá de su condición esencial de campo de fútbol, siempre ha sido ... un paisaje donde proyectar las emociones; un referente que ha servido de espejo, de terapia y de hilván para muchos de sus fieles.
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Dos tercios de su historia me pertenecen. Cuando nací, el Alavés estaba en Segunda División y tardé treinta años exactos en verlo en Primera, tres décadas de vaivenes bordeando la desaparición. Y estar cerca del abismo refuerza la voluntad. He crecido con él, acompasando mis años a los estirones de sus tribunas, he ajustado mis expectativas a la coyuntura del equipo y he modulado mis sentimientos para conservar la pasión. Nunca he renegado. Sentado en sus gradas he limpiado mi cabeza y sanado mis emociones, porque la adrenalina, si fluye correctamente, repara. Y por el simple transcurrir del tiempo, he sido testigo de su transformación hasta hacerse centenario.
Mi primer recuerdo de Mendizorroza tiene que ver más con la capacidad de sorpresa de un niño que con la vehemencia de un aficionado. Hacía un frío terrible y la nieve se acumulaba en los bordes del campo como una barricada brillante. De repente, una ráfaga de bolas cayó sobre el córner. El delantero rival, pequeño, enjuto, de piernas robustas y peludas, como correspondía a un extremo de la época, se giró, esquivó sonriente el bombardeo y remató con precisión un misil de hielo. El ataque cedió, arreciaron los aplausos y la guerra de nieve se trasladó a la grada. Es imposible ser niño y no apasionarse por un deporte que combina mil juegos en uno.
Ese era mi primer Mendizorroza, el original, el que se fija en la memoria y marca los sentidos. Para un muchacho del sur de la Vitoria de finales de los años sesenta y principios de los setenta, se trataba de un lugar de iniciación donde tantear emociones, donde compartir valores y desmesuras con los mayores, vibrar con sus entusiasmos y sus enfados, y, cada uno en su medida, aprender a soportar la frustración y atemperar el carácter. El fútbol era un juego cotidiano en el patio del colegio, en las calles sin coches y en los descampados, que se sublimaba en aquel estadio de tribunas variadas y gradas estrechas. No tenía otro rival que la radio, en realidad su mejor aliado. La eclosión de las imágenes y las retransmisiones en directo aún tardarían. 'Ayer domingo', pintoresca combinación de balón y toros, era la incipiente y enlatada aportación televisiva que devorábamos cada lunes. Y nos bastaba, porque el germen estaba enraizado y se respiraba el fútbol con la naturalidad de lo indispensable. Se había convertido en el aglutinante de las gentes diversas que iban poblando Vitoria. Una seña de identidad para una ciudad en plena expansión demográfica. El Deportivo Alavés fue un gran remedio contra el desarraigo, y Mendizorroza, su banderín de enganche.
Aquel campo, el de la nieve, el pasamontañas y los guantes de lana, emergía como una isla entre tierras de labor y vegetación silvestre. El Monte del Pico todavía era una referencia y el Monte de la Tortilla aún no se había transformando en Mendizabala. Tenía unas gradas escasas, de piedra, que parecían las escaleras de un templo en ruinas. En uno de sus fondos, el ahora llamado Polideportivo -por entonces no había nada digno de ese nombre-, se disponía una clasificación liguera más propia de la marinería que de tierra adentro. Una por una, izadas en su correspondiente mástil, ondeaban las banderas de los equipos en orden de méritos.
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En las esquinas, dos marcadores, el que inmortalizaría Donato, con tres ventanas, dos para los goles y una para él, espectador privilegiado; y el otro, el de Dardo, denominado simultáneo, aunque su inmediatez dependía de la radio y del interés del operario en asociar partido y resultado. En uno de los laterales, pequeñas tribunas para autoridades y gente distinguida con su palco de club inglés de finales del siglo XIX. Enfrente, la General, el alma del campo, el graderío prodigioso en el que se rozaba, sudaba, animaba, comía, bebía, fumaba y gritaba la tribu albiazul, con su torre de cemento emergiendo como un faro que irradiaba épica a través de las ondas.
Desde esas gradas, casi a ras de césped, se disfrutaba de una proximidad electrizante. Era un fútbol sonoro y oloroso: las faltas tenían ruido, los desmarques retumbaban, el balón crujía, los protagonistas jadeaban, las broncas de los banquillos se oían y las vaharadas de linimento y de sudor ascendían picantes. Era el Mendizorroza de un niño que cambiaba cromos en la Plaza de España. Un campo y una manera de ver el fútbol que el progreso arrumbó para hacerlo compatible con las necesidades y las exigencias de un deporte hecho negocio, espectáculo grandioso y fenómeno de masas.
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El nuevo estadio, el que le siguió trepando en altura y en capacidad, rematado como un anfiteatro, se nos ha hecho viejo. Se cerraron las esquinas por donde apretaba el viento; el fútbol se ve sentado y cada abonado tiene su localidad asignada; no hay foso, esa trinchera que nos convertía en sospechosos; dos videomarcadores reemplazan la magia de Donato y ya nadie pica el carnet: el cartón ha sido reemplazado por el plástico y el 'boina' por unos rodillos electrónicos. Han desaparecido las almohadillas de pago y hasta los bustos de Cucho y Amadeo, hay bares sin alcohol, lejos de aquella entrañable 'txozna' de la General, y los cigarros se apuran con furor adolescente, sorteando la prohibición. Mendizorroza huele distinto, en momentos hasta a salchicha, se ha disipado la neblina de los puros y el tufo acre de los farias.
En el campo 'moderno' la megafonía no propone rifas, expande rock, himnos y recomendaciones, y la publicidad se vende en imágenes. Han cambiado los cánticos, ahora siguen un repertorio coral y variado, bien modulado y guiado a toques de tambor. Apenas se escucha el '¡Alavés, Alavés, Alavés!', gritado como una salmodia inacabable. Y uno, por viejo, hasta añora ese bullicio sincopado de los rivales de mi infancia, '¡Alavés-Logroñés-Alavés-Logroñés-Alavés-Logroñés!'. Las pancartas garabateadas en sábanas han dado paso a espléndidos tifos que se extienden por la grada con mensajes reivindicativos. Nada es igual, pero tampoco muy distinto y, seguramente, sea mejor y más ordenado. La verdad se mantiene invariable en el rectángulo verde y en el ardor que le rodea. Y, por cierto, las dimensiones del césped han menguado desde aquel 'stadium' primigenio.
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He tenido la oportunidad de recorrer Mendizorroza vacío, sin nadie en las gradas, y he ido subiéndolas desde abajo para acompasar la mirada a los protagonistas de mi memoria. No ha sido difícil. He revivido el pulmón de Tella; el salto de delfín de Sarasola, su espíritu trotando eterno; el cañón de Amutio, rompiendo la red; el imposible gol de Galarraga desde el medio campo; la maestría de Arambarri; la jerarquía de Morgado; el baile de Valdano con el balón en el aire, cabeza-hombro-pie sobre el terreno embarrado; la precisa lentitud de Sánchez Martín; la anárquica fantasía de Gregory; la genialidad de Ernesto Valverde; el golazo de cabeza en escorzo de Ocenda; la clase de Señor y Feijóo; los goles del ascenso de Serrano; el equipo coral y racial que empató contra el Inter de Milán (Herrera; Contra, Eggen, Téllez, Geli; Tomic, Desio, Astudillo, Pablo Gómez; Jordi Cruyff y Javi Moreno); la sutileza de Edgar Méndez batiendo al Celta camino de la final de Copa. Y hasta me ha parecido distinguir las sombras de Ciriaco y Quincoces pertrechados al borde del área. Desde mi localidad, esquivando esa columna que me transporta al más recio 'football', he visto tanto, he olvidado y recordado tanto, que he hecho de Mendizorroza un refugio, un sitio al que siempre regresar.
Llevo 25 años en la misma butaca de Mendizorroza, después de haber probado las cuatro perspectivas del campo. He convertido ese asiento de Preferente en una atalaya, en un diván y en un lugar de encuentro. Somos una comunidad de leales que ha crecido arropada por las bufandas albiazules. Empezamos hijos y hemos acabado abuelos. Ya no tengo enfrente la General, se la llevó la lógica de los tiempos, y me han tapado el horizonte verde de los Montes de Vitoria. Los atardeceres son menos amplios pero igual de intensos, más de crespúsculo que de ocaso. De vez en cuando, si llueve, emerge sobre la techumbre algún arcoíris como una gigantesca portería.
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No hace demasiado hubo un partido en que mi círculo se cerró. Hacía frío, mucho frío, aunque no tanto como cuando Mendizorroza estaba plantado en un páramo. Y, de repente, empezó a nevar, 'mara mara', copos lustrosos que caían como una cortina de algodón, lentos, constantes. Minutos y minutos de un velo blanco desprendiéndose sobre el césped, cubriéndolo. Se jugó el segundo tiempo encima de un manto acolchado, con las líneas pintadas de color y un balón rojo. Sólo se escuchaba el ruido de la pelota y las voces de los jugadores sobre el silencio sordo que deja la nieve. Yo miraba el partido extasiado, con los ojos de un viejo y la ilusión de un niño. La vida resumida de un alavesista. «Cuando se durmió y soñó, Mendizorroza todavía estaba allí».
Un carnet de cuero marrón tipo cartera. En el interior, en la hoja izquierda, una fotografía, los datos personales, las firmas del secretario y del presidente y el sello oficial del club. En la de la derecha, metida en una solapa de plástico transparente, la tarjeta de la temporada, con las casillas correspondientes de las jornadas a picar, sobre un fondo rosáceo con la fotografía de la plantilla del 'Campeón Grupo II Tercera División'. Grada Fondo Oeste (Paseo de Cervantes). En la cara exterior, grabado en dorado, 'Deportivo Alavés', 'Vitoria' y el escudo histórico de la entidad. Ese carnet, guardado como si fuera una fe de vida, es mi certificado albiazul. Fue mi primer documento de identidad. Oficialmente soy antes alavesista que ciudadano. La partida de nacimiento y el libro de familia no dependían de mí, el DNI, con sus connotaciones, vendría después, y el pasaporte, con sus promesas, muy tarde. Cuando lo veo, cuando lo toco, no siento nostalgia, tengo una caja de carnets que renovaron cada temporada mis ilusiones, sino la fuerza de Mendizorroza, su peso en mi memoria. Aquel pase, con mi fotografía y mi nombre vinculados a mi equipo, era un título de libertad, mi salvoconducto, partido tras partido, en aquella luminosa puerta 4 que daba acceso al Glorioso.
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