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Cien años de Mendizorroza

Mendizorroza, del barro a Neil Diamond

Ojalá dentro de otros cien años podamos decir que en Mendizorroza «los buenos tiempos nunca parecieron tan buenos», según reza la letra de 'Sweet Caroline', melodía que pervive en toda grada futbolera

Lunes, 15 de abril 2024

Una serie sobre la historia y el futuro del estadio de Mendizorroza, que cumple cien años

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Las latas de conserva vacías e incluso piedras de reducidas dimensiones y sin aristas eran el último recurso. Jugar con ellas suponía exponer en exceso los pies, las piernas ... al aire, los brazos..., y no digamos las manos y el cuerpo al completo de los valientes que accedían a situarse como porteros entre, por ejemplo, un jersey y un anorak, prendas que a menudo componían los límites del gol en un arco casi imaginario, sin postes ni larguero. Era exponerse demasiado y aun así... Entonces apenas se conocían los envases de plástico, potencialmente menos dañinos, y no abundaban los amigos, vecinos o compañeros que dispusieran de un balón en condiciones. La solución más frecuente consistía en hacer un gurruño voluminoso con papeles o periódicos viejos y sujetarlo con esparadrapo o celo, pero, claro, un objeto tan rudimentario y endeble no aguantaba demasiadas patadas ni regates y los partidos duraban bastante menos de lo deseado. Un montón de fragmentos desmembrados quedaba luego esparcido por la calle como visible vestigio del juego.

En esas condiciones, acudir a un encuentro en Mendizorroza producía cierto goce, sí, pero también auténtica envidia. ¡Aquellos hombres, ágiles, fuertes y famosos, corrían, chocaban y sudaban sobre un extenso terreno llano, golpeaban una pelota de reglamento y disparaban sobre porterías con redes! ¡Vaya lujazo! Lo de menos es que con frecuencia aquel campo lucía más barro que césped o que las líneas de cal de las áreas y de ciertas zonas de las bandas apenas fueran perceptibles por efecto de las pisadas de los futbolistas, que a menudo se veían obligados a rebuscar el balón chapoteando en el chocolate.

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En ocasiones, lo que pisaban era una capa de nieve. No importaba; aquello era un lujo. Lo era entonces para los chicos de barrio, no desde luego si se compara con las condiciones de los campos profesionales actuales, estadios donde el lodo, pastoso o seco, se ha sustituido por un verde y mullido tapiz, una alfombra mimada a diario por cuidadosos jardineros y regado debidamente por una eficaz red de aspersores automáticos.

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Tal vez nadie lo vio venir, o quizás sí lo hizo algún visionario. Lo cierto es que los estadios, nuestro centenario Mendizorroza y el resto, han evolucionado positivamente en lo estético y en lo funcional. Y no es menos real que este desarrollo comunal, dirigido en aspectos relevantes por un principio de negocio globalizado, ha desembocado también en un elevado grado de uniformidad. No tanto en lo arquitectónico, pero sí en lo ritual. Así, las presentaciones de los encuentros son calcadas, excepción hecha lógicamente del himno del equipo local. De igual forma y con idéntico énfasis se corea por megafonía y en la grada el nombre y apellido del autor de un tanto. Idéntica es la puntual exhibición en las pantallas gigantes de primeros planos del público. Muy similar es la ubicación y medios facilitados a los miembros de las llamadas gradas de animación y también la ceremonia con la que los jugadores locales agradecen a estas su apoyo al término de los encuentros. Y los mismos gritos de censura se le dedican en muchos campos al presidente de LaLiga, Javier Tebas, conseguidor eficiente y parapeto necesario de las directivas, prácticamente todas, que le apoyan, sustentan y dan su visto bueno a los horarios más intempestivos de los partidos. Conviviendo con las señas identitarias que se concentran básicamente en la exhibición masiva por los aficionados de los colores del equipo local, numerosos ritos se repiten invariablemente en todos los campos.

Pero si hay un elemento que sintetiza y certifica de manera casi notarial el fenómeno de la homogenización es un añejo, comercial, alegre y pegadizo éxito musical de un compositor neoyorquino. El 'Sweet Caroline' ('Dulce Carolina') de Neil Diamond que el público canta, tararea y baila con mejor o peor coreografía en los descansos, se ha erigido en recurso de animación transversal y global. Como tantas cosas, la liturgia llega importada de Estados Unidos. El tema sonó por primera vez dentro de un espectáculo deportivo en 1997, en un partido de béisbol disputado en el Fenway Park, estadio de los Boston Red Sox, donde pronto se adoptó como himno oficioso. Y así sigue. Ha sido en el último decenio cuando la melodía se ha expandido como mancha de aceite por todo el mundo y a otros deportes: fútbol americano, baloncesto, balonmano…

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Cabría especular sobre los derechos de autor que Neil Diamond seguiría ingresando si no fuera porque hace dos años vendió a Universal Music todo su catálogo. Incluida la balada que nos ocupa, compuesta en 1969, precisamente cuando el fútbol callejero recurría eventualmente a bolas de papel de periódico arrugado y en los tiempos en los que, desde octubre hasta abril, el barro impedía distinguir con claridad algunos márgenes del terreno de juego de Mendizorroza. Sirva la coincidencia como nexo que cierra un círculo. A partir de él cabe conjeturar sobre la evolución futura de este campo de sueños albiazules que lleva diez décadas instalado junto al 'Monte del pico' que le da nombre. Ojalá dentro de otros cien años pueda concluirse también que «los buenos tiempos nunca parecieron tan buenos», como se dice en 'Sweet Caroline'. Ello significará que el balón ha seguido rodando. Aquí, en nuestro estadio.

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