![El día que murió Sarasola](https://s2.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/202101/20/media/cortadas/sarasola-kkWF-U130267679320NAD-1248x770@El%20Correo.jpg)
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Cuando murió Andoni Sarasola yo tenía diez años y ninguna otra preocupación que no fuera vivir. Hasta entonces nadie lo suficientemente cercano había fallecido como para que sintiera los límites de la existencia. Ni siquiera los intuí cuando justo un año antes un profesor con ... alma de reportero irrumpió en clase anunciando el atentado de Robert Kennedy, un desconocido de un país lejano con nula influencia sobre nuestro ánimo. A mi edad era impensable que la gente que me importaba pudiera desaparecer. Y aquella muerte a destiempo, brusca y radical, cayó despiadada sobre mi infancia y me hizo finito, perecedero. Las esquelas de los portales empezaban a tener fundamento.
De alguna manera, su Morris estampado contra un camión a la altura de Egino puso mi reloj en marcha. Desde entonces y por encima del tópico, defiendo que el fútbol es sentimiento, un fenómeno capaz de remover emociones, de movilizar multitudes y aglutinar lealtades. Un pensamiento que compartirán muchos de los que fuimos testigos, cada uno desde su circunstancia, de aquellas dos jornadas de vigilia tensa en espera de un milagro imposible; de los que, tras su muerte, participamos del desgarro que abatió a una ciudad necesitada de iconos, aunque fueran los héroes menores del deporte. Era un mes de junio, a las puertas de una promoción que devolvería al Alavés a Tercera.
La Vitoria de 1969 estaba en pleno estirón, había duplicado en una década sus habitantes y avanzaba a paso vertiginoso hacia su expansión industrial. Un tiempo de inmigración, de renovación urbana y rearme social, que encontró en el Alavés un común denominador para gentes dispersas y en Mendizorroza, un lugar de evasión. Sobre esa ciudad en transformación, frágil como todo lo que crece y anhelante de referentes, golpeó seca la muerte de Sarasola. Tenía 25 años y un futuro despejado, con clubes de Primera pendientes de su progresión de central poderoso y noble: esa misma temporada le concedieron el trofeo a la corrección. Un émulo de Ciriaco y Quincoces, la pareja de titanes que ayudó a crear la leyenda del Glorioso, como nos repetían cada partido nuestros mayores. Y nosotros, ansiosos de ídolos, les creíamos.
Aquellos fueron días extraños, de contrastes y hallazgos, más propios de adultos que de niños, que los años han ido recolocando en la memoria. Poco antes del accidente, nos presentamos ilusionados en un entrenamiento en Mendizorroza. Allí estaba sobre el césped, dando órdenes, Ferenc Puskas, 'Cañoncito Pum', el mago húngaro de la zurda ilimitada, con su tripa y su sonrisa de húsar retirado, poniendo a prueba las manos de Bernardo.
Hasta ese momento, la estrella más rutilante a nuestro alcance había sido Primi, el hombre que secó a Di Stéfano, el futbolista al que La Saeta saludaba cada vez que pisaba Vitoria. Un mito casero, entrañable, al que escuchábamos arrobados con nuestros padres en el Bujanda los domingos de mosto y pincho. Pero Puskas venía de otra dimensión: era un triple campeón de la Copa de Europa y miembro de la selección que humilló a Inglaterra en Wembley, un galáctico de la época, cuando los partidos se escuchaban y se leían y la imaginación reinventaba jugadas. Estábamos convencidos de que la genialidad perduraba y que se trasmitía del campo al banquillo en forma de clarividencia y método. Y pensábamos, entregados a sus disparos fulminantes, que con su don y la contundencia de Sarasola la permanencia no peligraba. Vivíamos indiferentes a los apuros y la penuria de un club que siempre será fajador, tan golpeado como irrompible. Sólo nos importaba la parte épica y combativa del fútbol. Pero el 13 de junio, un viernes anodino al borde de las vacaciones, el mundo albiazul se fundió en negro.
La crónica del suceso fue concisa: Andoni Sarasola regresaba de su pueblo, Amezketa, tras unos días de permiso concedidos por su entrenador, antes de afrontar la promoción de Segunda, cuando en un adelantamiento chocó frontalmente contra un camión. Una colisión mortal que su físico de gladiador convirtió en agonía. En breve agonía. Dos días después, el 15 de junio, falleció y Mendizorroza se sumió en una melancolía que tardaría seis años en superar: el club cumpliría su cincuentenario en Regional.
El impacto de aquel accidente provocó una descarga que trascendió al fútbol y al Alavés. Vitoria terminó respirando el viento amargo de la General. Las estampas de respeto, de homenaje, de solidaridad, de dolor y de incomprensión se sucedieron. El reguero de aficionados y autoridades que pasaron por la capilla ardiente del Hospital de Santiago; la multitud silenciosa en torno a San Miguel, acompañando al féretro cubierto con la bandera albiazul que llevaban a hombros sus compañeros desolados; la impresionante caravana de vehículos desfilando por la nacional en una solemne comitiva fúnebre; los colores azules y blancos en el cementerio de Amezketa; y el vacío inmenso en aquel equipo que caería eliminado por el Bilbao Athletic. Un duelo que penetró en cada rincón de la ciudad. Demasiada convulsión para un niño de diez años que sintió, sin buscarla, la impotencia ante lo inevitable, que descubrió el desconsuelo de la tribu y el consuelo del luto en compañía. Pequeños retazos de madurez. Cuando, mucho después, conseguí razonarlo, entendí el valor de los símbolos y el poder de la pasión si se comparte y se hace propósito.
En esos días intensos asumí, asumimos, que el fútbol y el Alavés, como todo lo que conmueve y afecta, eran ya una parte inseparable de nuestra personalidad, la que atañe a las emociones y modula el instinto. Una porción menor, quizás no la más importante, pero profunda. Al final, Puskas sería una estrella fugaz y Primi seguiría brillando y expandiendo alavesismo y sencillez desde la barra de su bar. Los mitos más valiosos viven cerca.
Ha pasado más de medio siglo desde aquel episodio tan duro como inspirador. Un tiempo que ha dado de sí para una vida. Y en ella, el Alavés ha estado siempre presente, algunas veces latente, pero dejando huella y momentos únicos. El gol de Amutio destrozando la red; el pelotazo de Galarraga desde cincuenta y cinco metros para marcar el tanto más inverosímil; el malabarismo del joven Valdano, saliendo al campo sujetando el balón en el aire -cabeza, hombro, empeine, tacón- para que no cayera al barro; el cabezazo en un escorzo imposible de Ocenda; las exhibiciones de Valverde, cuando nos quedábamos a ver al Promesas después de que jugara el grande. Instantes de infancia y adolescencia para transmitir emociones, para que la saga albiazul no se detenga, para que las hornadas venideras se forjen en valores como la constancia y el esfuerzo que siempre guiaron al Alavés. Para apuntalar su fidelidad.
Cada uno de nosotros es dueño de su propio álbum. El mío aún continúa con una nueva generación, crecida en un sueño hecho realidad, en esa segunda etapa dorada en la que se alcanzó, por fin, la gloria de las finales. Dortmund y Madrid, la UEFA y la Copa fueron la recompensa a una trayectoria intensa y apasionada, el legado cumplido de aquellos jóvenes reunidos en Muebles Bonilla hace un siglo para fundar una ilusión. La presente camada es un contingente fiel, viajero, coral, apasionado y activo que, como Iraultza, ha hecho del exterior de Mendizorroza un imprescindible museo de la memoria albiazul. Y allí, entre los múltiples murales que recuerdan un pasado que no se debe olvidar, ocupa su espacio Andoni Sarasola, el que pudo ser el Antonio Puerta o el Dani Jarque albiazul. Ese central de Amezketa al que la muerte sacó del terreno de juego para convertir en leyenda.
No sé si, como escribía Rainer Maria Rilke, 'la única patria que tiene el hombre es la infancia', de lo que estoy seguro es que buena parte de nuestra felicidad se asienta en ella. Y que el fútbol, como cualquier deporte, nos recuerda a esos días dichosos donde del juego pasábamos a la competición sin más ambición que disfrutar. Para los que en un tiempo vivimos lejos, el Alavés siempre fue un enganche con nuestras raíces. Algo tan simple como un balón, una camiseta y un escudo obraban el prodigio de la proximidad, la pertenencia, la identidad. En cien años de historia caben tantas vidas como emociones.
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