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Mañana se cumplirán 526 días desde que el Alavés empató en Mendizorroza, 1-1, con el Valencia. Era el 6 de marzo de 2020 y un virus amenazaba vidas y rompía rutinas. Aquel reguero de aficionados atravesando de noche el embudo de las obras del ... BEI en el Paseo de Cervantes es la última imagen de movilización alavesista y un refugio para la nostalgia de los que participaron en ella. Una semana después se declaraba el estado de alarma, las gradas, como los ciudadanos, quedaron confinadas, y la competición se paralizó a la espera de un desenlace incierto. La prioridad era otra, la lucha contra una pandemia que llenaba las UCI y los tanatorios. Cuando se reanudó la Liga, lo hizo con los campos desiertos. El Alavés mantuvo la categoría y se adentró, como el resto de clubes, en un escenario imprevisible, cargado de incógnitas y minado de riesgos. Desde entonces, Mendizorroza, entre flujos y reflujos de un virus implacable, ha permanecido varado como un coliseo hueco, abierto por horas para la televisión y la clasificación. Ya lo dijo Mario Benedetti, con el crédito que da ser uruguayo para hablar de fútbol: «Un estadio vacío es un esqueleto de multitud».
El estadio de Mendizorroza, 24 partidos después, dirá por fin adiós a ese 'no fútbol' que se ha impuesto durante casi año y medio. La variante despojada de la pasión del aficionado y del fervor en vivo que ha sido la respiración asistida de un modelo empresarial que, sin el recurso de los abonos y mermado su 'merchandising', necesitaba los ingresos de la televisión para alimentar su maquinaria y su gigantismo. El mismo covid-19 que ha convulsionado a la sociedad mundial, poniendo en evidencia sus carencias y sus fragilidades, sus desequilibrios e insolidaridades, ha dejado a la vista las limitaciones del negocio futbolístico y la precariedad de sus bases. La Superliga propiciada por los grandes de Europa, la contraofensiva de la UEFA golpeando a los levantiscos, la irrupción impune de los 'clubes estado', el acuerdo de Javier Tebas con el fondo CVC para inyectar 2.700 millones de euros y reflotar LaLiga, la negativa del Real Madrid y el Barcelona a mancomunar sus derechos, son brotes propios de momentos de convulsión y de un abismo cercano.
Tres acontecimientos han expresado con claridad el monetarismo que domina el gran deporte internacional: la celebración de la aplazada Eurocopa multisede, con baremos discutibles de espectadores y escaso respeto a la salud; la disputa, también con un año de retraso, de la Copa América en Brasil -tras la renuncia a última hora de Argentina-, el reducto del negacionista Jair Bolsonaro, sin importar la vorágine de contagios y muertes; y la alteración por parte de la FIFA de todo el calendario de competiciones para que Qatar pudiera tener, aunque sea en otoño, su Mundial. Muestras de ese 'no fútbol' que, aunque sus dirigentes se engolen hablando del pueblo, trata al aficionado como un consumidor, como un cliente y un usuario antes que como el depositario del juego más universal. Una transformación inevitable que ha alumbrado un negocio planetario y un espectáculo fastuoso. Los Juegos Olímpicos de Tokio, desarrollados sin público y con la oposición de la ciudadanía, son el mejor ejemplo. Pero la esencia sigue en la grada.
El Alavés que mañana iniciará su sexta temporada consecutiva en la élite es, como el Baskonia, uno de los actores de ese nuevo orden, aunque sea más un superviviente que un protagonista estelar. Y lo hace luchando por su futuro y su estabilidad, intentando cuadrar números y masa salarial con un proyecto deportivo viable y consolidado. Han sido tiempos anómalos, de emociones a distancia, de carnés sin estrenar y de fidelidad extrema. Un estado de emergencia al que ha respondido la afición albiazul renovando su compromiso y aguardando su hora. Y esa ha llegado.
Los 3.968 espectadores que se diseminarán mañana por las gradas tendrán el privilegio de convalidar el fin del aislamiento que les ha postergado ante un televisor, el derecho a retomar una ilusión y la responsabilidad delegada de volver a hacer de Mendizorroza un bastión, el pilar de su resistencia. Porque el Alavés, cada vez más, tiene en su casa su sostén, la energía complementaria para derribar enemigos de mayores recursos y presupuestos superiores. Hay datos que lo avalan. Cuando la pandemia frenó en marzo de 2020 la normalidad de la Liga, el conjunto albiazul llevaba el mejor promedio de puntos en Mendizorroza desde que retornó a Primera División: un 54,7%. Las tres campañas anteriores, saldadas con éxito, no pasó del 50,8%. En el tramo final de la competición 2019-20, ya sin público, ese porcentaje descendió hasta el 26,6%, lo que motivó la destitución de Asier Garitano y el fichaje desesperado de Muñiz. En cinco partidos, sólo un triunfo y un empate. La pasada campaña, la de los tres entrenadores -Machín, Abelardo y Calleja-, el promedio en Mendizorroza se quedó en un 42%. En conjunto, el Alavés local de la pandemia registró un peligroso 38,8% de eficacia. En silencio sus jugadores compiten peor, necesitan los rugidos del graderío y los cánticos inagotables de Iraultza. El retumbar de Mendizorroza, con su resonancia de campo primigenio, intimida.
Serán muchos los seguidores albiazules que volverán mañana al estadio con la memoria herida. Habrá butacas vacías de correligionarios caídos y una sensación de tiempo robado. No cabrán los recuerdos y los homenajes en un minuto de silencio. Son las huellas de un año y medio cruel, porque la muerte no ha distinguido colores. Enfrente estará el Real Madrid, como lo estuvo el día del centenario que el virus obligó a celebrar en soledad. Un rival acorde con el momento histórico de entonces y el emotivo de mañana. La diferencia estará en las gradas, en esos cerca de 4.000 aficionados con hambre atrasada que harán vibrar de nuevo Mendizorroza.
Nada hacía presagiar, al salir de aquel ya lejano partido contra el Valencia, que, aunque los contagios arreciaban, la gran efeméride del club, ese siglo que certifica su condición de símbolo y seña de identidad, se oficiaría sin el alma de los fieles, en un estadio yermo, que no se podría cantar a coro el himno de Izal y que el alavesismo sería precursor de las 'no fiestas', resignado a celebrar su cumpleaños con mascarilla y lejanía.
Pero si algo no fue el 23 de enero de 2021 es una fecha frustrada. Había mucho de trascendente en la digna presencia en Mendizorroza de Javier Berasaluce y su silla de ruedas, pisando el césped siete décadas después, en su mirada emocionada a su biznieta Uxue y su saque de honor, en el marcador eterno de Donato apuntando goles, aunque fueran en contra, en el recuerdo de las viejas glorias, de los espectadores devotos y su lealtad inquebrantable y en ese mensaje ocupando un fondo: 'Os echamos de menos. No hay 100 sin 12'. El orgullo por seguir adelante y pelear contra la adversidad que ha distinguido a la ciclotímica vida albiazul. Fue el primer día del siguiente centenario.
Ya lo dijo el catedrático en fútbol Diego Armando Maradona, otro muerto en este tiempo feroz: «Jugar sin público es jugar adentro de un cementerio». Mendizorroza nunca fue un camposanto, sino un hervidero de emociones, de vida.
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