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ángela saiz alonso
Jueves, 31 de octubre 2019, 12:24
Después de viajar, de un modo u otro, siempre hay que volver. Volver a tu ciudad, volver a tu gente, volver a los mismos sitios, volver a tu rutina, volver a tu vida. La vuelta a casa, depende de donde vuelvas y de cómo ... te lo tomes, se hace más placentera o más dura.
Tras mi gran viaje espiritual, primero en Barcelona (mi retiro de silencio y meditación durante diez días) y después en Grecia (mi retiro de yoga y mi viajue sola) en septiembre cogí el vuelo de vuelta a casa. Había pasado todo el mes de agosto fuera y, realmente, no sentía que nadie «me esperara» como para querer volver... Estaba cansada y la experiencia fue muy intensa, pero quería seguir estando sola en cualquier otro sitio, seguir viajando y seguir sobreviviendo de isla en isla con la ropa de mi mochila a cuestas.
Mi hermano fue el único que vino a recogerme al aeropuerto. Me abrazó y me sentí en casa. No me separé de él en los siguientes días. Quise ir a dormir con él la primera noche. Vivimos separados desde hace 5 años, él vive con mi aita y yo vivo sola. Se nos hizo duro dejar de vivir juntos, pero quizá nos unió aún más y nos hizo más fuertes. Es el apoyo más importante en mi vida y con él me siento tranquila. Lo máximo que hemos estado sin vernos desde que tenemos uso de razón fueron los meses que yo viví en Malta (2013) y los meses que él vivió en Milán (2018) y se nos hace difícil estar el uno sin el otro. Le saco cinco años, aunque muchas veces la gente piense que él es el mayor y yo la pequeña. Mi hermano fue la única persona a la que le conté todo lo que había vivido en mi viaje, mis emociones, sensaciones y miedos. Nadie entiende por qué nos llevamos tan bien; tenemos una relación diferente a las relaciones que tienen los hermanos «normales» a una edad tan temprana. Viajamos mucho juntos desde que él tiene 15 años (esa fue la edad a la que yo empecé a viajar sola y él, en cierto modo, seguía mis pasos), salimos en infinidad de ocasiones juntos, juntando amigos, planes y diferencia de edad y hablamos cada día sin excepción. Él siempre está y yo siempre estoy para él y, sin duda, él fue lo «más real» de querer volver a casa tras mi viaje. En cuanto llegué a Bilbao, fuimos a una exposición de arte, bebimos vino y comimos queso, vimos a sus amigos y a los míos, paseamos, sonreímos e hicimos el tonto. No sé qué siente la gente que no tiene hermanos o que apenas tiene relación con ellos, pero para mí no era suficiente saber que mis amigas o mi familia tenían ganas de que volviera de viaje y de charlar conmigo; yo solo quería estar con mi hermano e ir incorporándome poco a poco a «la sociedad».
He vivido con todas mis exparejas. Con la primera, en Malta, en nuestra pequeña aventura lejos de nuestra zona de confort; con la segunda, en su casa llena de humedades de Las Arenas a la que yo hui por motivos familiares y, con la última, en mi primer piso de verdad, donde conseguimos crear un hogar. No sé si os suena de algo esta última sensación (desde luego, la de vivir en una casa con humedades no se la recomiendo a nadie), pero sentir que tienes «un lugar al que perteneces», un perro que viene a recibirte moviendo la cola cuando llegas a casa tras un duro día de trabajo (por ejemplo) o alguien a quien oler y abrazar antes de acostarte, es... algo muy bonito. Llevo un año sin esas sensaciones y teniendo otras muy diferentes. Por supuesto que echo de menos la vida en pareja, con nuestro perro, nuestra casa, el hogar que creamos, las costumbres a las que estábamos habituados..., pero ¿sabéis qué? Que con tiempo todo se cura; solo hace falta tiempo y más tiempo para mejorar y cambiar tu situación.
Viajes como el que he tenido este verano, sola, ayudan a ver las cosas con perspectiva. Lo necesitaba, como un soplo de aire fresco. A mí, personalmente, me ayudó a saber perdonar, saber olvidar y, a lo más importante, saber quererme. Me encontré a mí misma, pero volver a Bilbao fue duro porque todo lo que había dejado «atrás» volvía a estar frente a mí a la vuelta. ¡Es lo que tienen los viajes...! Aunque te vayas a la otra punta del planeta, tu cabeza puede haber cambiado drásticamente y tu manera de ver las cosas haber mejorado, pero cuando vuelves a casa, todo sigue tal cual lo dejaste, al menos en parte. No me apetecía ver ni hablar a nadie de mi experiencia (al igual que a mi llegada al aeropuerto de Atenas, como conté en la anterior entrega) y por eso, en cierto modo, me aislé, sobre todo al principio. Tengo claro que ya no busco las mismas cosas que antes de irme de viaje, no busco pareja por «no estar sola», no busco amigas que no me llenan, no busco planes vacíos, no busco momentos que no me hagan vibrar. Mi hermano me hizo la vuelta más fácil; él siempre está ahí... tanto que en ocasiones parece está dentro de mi cabeza y sabe exactamente lo que estoy pensando... ¡Hasta nos sigue pasando lo de decir lo mismo a la vez! A veces pienso que somos gemelos separados por haber nacido con cinco años de diferencia... El habernos cuidado el uno al otro desde siempre, nos ha hecho ser como somos ahora. Pueden parecer tonterías, pero son detalles que lo facilitan todo para una vuelta como la que tuve yo. Viviendo sola en un piso de alquiler, trabajando mucho para pagarlo, para poder seguir viajando, moviéndome para conseguir una oferta de trabajo mejor o sacando tiempo de debajo de las piedras para ver a esa amiga que hace semanas que no ves... ¡Problemas del primer mundo los llaman...!
Así que, dicho todo esto, tras cuatro entregas completas de mi viaje, solo puedo terminar diciendo que la vuelta a casa siempre es como tú quieras que sea. A mí me costó mucho, pero se me hizo menos dura estando con mi gente y familia. El denominador común de todos mis viajes ha sido, es y seguirá siendo mi hermano: él está cuando me voy, a veces está durante el viaje (cuando viaja conmigo) y siempre está cuando vuelvo. Y fue con él con quien fui a tomar nachos y margaritas hasta las tantas en una terraza de Bilbao, con él fui a bañarme al mar, a revitalizar cuerpo y mente, como otras tantas veces, con él abracé a mi aita muy fuerte (¡y que no me falten sus abrazos, tan de verdad!) cuando volvió de vacaciones, con él fui al pueblo a desconectar y estar de nuevo en contacto con la naturaleza en su estado más puro, acompañados de mis tías Olga y Flor, la abuela Pepi y los perros; con él fui a cenar (como hacíamos cuando éramos pequeños) cada viernes con amatxu, Maite y Ángel y mis primos pequeños Gorka y Xabier, con él he reído y he llorado y con él me he sentido definitivamente en casa. A veces, solo necesitas ese soplo de aire fresco para volver renovada donde, aunque creas que no, de un modo y otro, te siguen esperando con los brazos abiertos.
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